El proyecto socialista es más que simplemente alcanzar una versión más amable de capitalismo.
Elizabeth Bruening ha escrito respecto de la distinción entre “liberales” y “la izquierda” (esta distinción corresponde al contexto del debate estadounidense en donde el republicanismo es la derecha y no nuestra interpretación de republicanismo como defensa de la libertad y la no-dominación). Ella propone que todos dentro del amplio espectro que ella define como “no-Republicanismo” son, en realidad, liberales en el siguiente sentido:
El segundo sentido en que casi todo no republicano es un liberal, es que todos ellos concuerdan con los principios del liberalismo en tanto filosofía: vale decir, la cosmovisión que defiende la indagación libre, racional y radical; igualitarismo; derechos subjetivos; y la libertad como los principales fines políticos. (Los republicanos son, en su mayor parte, liberales en este sentido, también; los libertarios lo son aún más).
Esta es una afirmación con la que me es sencillo estar de acuerdo, aunque también pienso que pasa por alto algunas distinciones que son importantes.
¿Qué si soy partidario de la “indagación libre, racional y radical”? Supongo que sí, en el sentido que, al igual que Marx, apoyo una “crítica implacable a todo orden existente”, una crítica que “no se reducirá ni de sus propios descubrimientos, ni del conflicto con la autoridad.”
¿Qué si creo en el “igualitarismo”? Naturalmente. Y una de las características estructurales básicas de mi libro es la distinción entre una sociedad jerarquizada, como la nuestra, y una donde cada uno comparta tanto los beneficios como los sacrificios que son posibles o necesarios dado nuestro nivel de desarrollo tecnológico y limitación ecológica.
¿Individualismo? No lo cuestiono, aunque no esté del todo claro a qué se refiere el término. Sí comparto con Oscar Wilde, quien dijo que “con la abolición de la propiedad privada, solo entonces, podremos tener un verdadero, hermoso y saludable individualismo.” Que en vez de la falsa libertad de quienes están condenados a trabajar para otros por un salario – libertad en el “doble sentido” de Marx, de ser libres de vender nuestra fuerza de trabajo y libres de vender lo que queramos – podamos tener lo que Philippe Van Parijs llama “la libertad real”, la libertad que proviene de tener el tiempo y los recursos para alcanzar la autorrealización.
En cuanto a los “derechos subjetivos”, no estoy del todo seguro a qué se refieren. ¿Derechos que son estipulados políticamente y asignados democráticamente y no derechos que emanan de algún concepto divino de ley natural? Si ese es el caso, otra vez estoy de acuerdo, y pienso que los argumentos a favor de los “derechos sociales” que plantean autores como T.H. Marshall pueden ser sintetizados eficazmente como políticas de oposición a la opresión y explotación.
Y finalmente, por supuesto, está la libertad. Una palabra alojada profundamente en la tradición liberal y en la tradición estadounidense. Y que creo también debe estar en el centro de las políticas socialistas. ¿Pero libertad a partir de qué, y libertad para hacer qué?
Bruenig destaca este aspecto de lo que significa el socialismo: “los aspectos económicos del liberalismo (libre, o casi libre, mercado capitalista) crean condiciones materiales que hacen que las personas sean menos libre.”
Me agrada, aunque lo sigo encontrando vago. Cuando describo mi propia trayectoria política, a menudo hablo sobre las políticas liberales de mis padres y mi viaje de descubrimiento que me llevó a concluir que sus ideales liberales no podían alcanzarse por medios liberales sino que requieren algo más radical y más marxista.
¿Pero qué significa escapar de “los aspectos económicos del liberalismo”? ¿Significa simplemente tener altos salarios; sistema de salud y educación universales; derecho a la vivienda; sindicatos laborales fuertes?
Para ser claros, estoy a favor de todo lo mencionado.
Sin embargo, ya hemos visto esta película anteriormente. Es el punto culmine del estado de bienestar, el cual en la actualidad es a veces sostenido como un modelo idílico de paz entre clases y satisfacción humana: todos tienen un buen trabajo, buenos beneficios y una jubilación confortable. (Esto a pesar que, por supuesto, nunca existió para muchos de la clase obrera.)
La realidad histórica del punto álgido del capitalismo de bienestar de posguerra es, creo, que todos quisieron más. Los capitalistas, como siempre, quisieron más ganancias, pero sintieron la presión de parte de sindicatos fuertes y partidos social demócratas que estaban interfiriendo con su prerrogativa.
Más allá de aquello, los capitalistas enfrentaron el problema de una clase obrera que se hacía demasiada poderosa en términos políticos. A esto Michael Kalecki lo llamó “los aspectos políticos del pleno empleo”: el peligro que una clase obrera lo suficientemente empoderada podría poner en discusión la estructura básica de una economía basada en la concentración de la propiedad privada y la acumulación de capital.
En algunas ocasiones los socialistas enfatizarán la democracia económica como el núcleo de nuestras políticas. Porque como lo indica la declaración de principios políticos de los Socialistas Democráticos de América (DSA por sus siglas en inglés), “En el lugar de trabajo, el capitalismo se aleja de la democracia.” De acuerdo con esta línea argumentativa, el socialismo implica introducir el ideal liberal en los lugares donde las personas no experimentan control democrático, más especialmente en el lugar de trabajo.
Pero cuando hablas de introducir democracia, estás hablando de entregarles a las personas el control que nunca tuvieron sobre sus vidas. Y una vez que lo haces, abres la posibilidad para cambios mucho más radicales y disruptivos.
Y puesto que no son solo los capitalistas quienes siempre quieren más, sino que los trabajadores también, un buen trabajo es mejor que uno malo, y mejor que no tener trabajo. Salarios más altos son mejores que bajos salarios. Pero una fuerte clase trabajadora no está dispuesta a dejarse estar y conformarse con su porción; está dispuesta a demandar más.
O menos, cuando se trata de la monotonía de la mayoría de los trabajos. Después de todo, ¿cuántos sueñan con marcar reloj y cobrar la paga por orden de un jefe, sin importar el tamaño del cheque o la seguridad del trabajo?
La canción “Take this job and shove it” apareció en las postrimerías de un período cuando muchos trabajadores pudieron remediar esa amenaza, y lo hicieron. En el año más activo, 1969, hubo 766 huelgas intensas no autorizadas en los Estados Unidos; pero ya para 1975 solo hubo 238.
Todo esto llegó a tal punto, que incluso si pudiésemos recuperar el estado de bienestar de posguerra, simplemente no sería un fin viable de manera permanente, por lo que necesitamos una política que reconozca ese hecho y se prepare para ello. Y esto tiene que estar conectado a cierta visión más amplia de lo que subyace más allá de las demandas inmediatas de la socialdemocracia. Y a eso yo lo llamaría socialismo, o incluso comunismo, que para mí es el horizonte por excelencia.
El proyecto socialista, para mí, se trata de algo más que demandas inmediatas por más trabajos, o salarios más altos, o programas sociales para todos, o reducción de horas laborales. Involucra todo aquello. Pero también se trata de trascender o abolir mucho de lo que creemos define nuestra identidad y nuestro modo de vida.
Se trata de abolir la clase como tal. Es decir, la abolición del trabajo asalariado capitalista y, por tanto, la abolición de la “clase trabajadora” en tanto identidad y fenómeno social. Que no es lo mismo que la abolición del trabajo en sus otros sentidos, tanto socialmente necesaria o como un trabajo que satisface a las personas.
Se trata de suprimir la “raza” – ficción biológica que persiste como idea socialmente dominante. Una tarea inseparable de la abolición de clase que, sin embargo, a muchos liberales les gustaría distraernos de su realidad.
Y tal como lo detalla David Roediger en su reciente colección de ensayos Class, Race, and Marxism, mucha de la historia olvidada de términos como “privilegio blanco” se originó con los comunistas, quienes se enfrentaron con el problema del racismo no para evitar políticas de clase sino para facilitarlas. Personas como Claudia Jones o Theodore Allen, cuya obra principal The Invention of the White Race, nació, como lo observó Roedinger, producto de “medio siglo de organización radical, la mayoría especialmente en la industria.”
Por lo mismo, ningún socialismo que se aprecie como tal, puede evitar cuestionar el patriarcado, el género, la heterosexualidad y la familia nuclear. Ya Marx y Engels tuvieron algún presentimiento al respecto, cierta comprensión, en El Origen de la Familia, la Propiedad privada y el Estado, que el control de los medios de reproducción y los medios de producción estaban íntima y dialécticamente relacionados.
Pero ellos solo pudieron desplegar su propia lógica hasta cierto punto, siendo necesario que alguien como Shulamith Firestone sugiriera alternativas más radicales a nuestras imperantes maneras de organizar la relación y crianza de los niños. Se necesitó que comunistas de la talla de Leslie Feinberg y Sylvia Federici complicaran nuestras premisas simplistas acerca de la existencia de “géneros” binarios. Por lo que a medida que vayamos ganando más reformas que permitan a las personas definir sus sexualidades e identidades de género, se le entregue a la mujer control sobre sus cuerpos y minimicemos su dependencia económica de los hombres, más este tipo de cuestionamientos radicales se esparcirán sin obstáculo alguno.
Esto es lo que para mí significa ser de “izquierda.” Imaginar, anticipar y pelear por un mundo sin jefes, más allá de la clase, raza y género tal como los entendemos hoy en día. Para mí esto significa pelear por individualismo y libertad.
Esa es una razón por la que defiendo una política que luche por reformas beneficiosas: sistema de salud de pagador único, salarios mínimos, todo lo demás. Pero esto no termina aquí. Una política que lucha por la reforma “no reformista”: una demanda que no busca conducir a un estado permanente de capitalismo humano, pero que es intencionalmente desestabilizador y disruptivo.
La otra razón es que, por todas las razones políticas y económicas mencionadas arriba, no podemos simplemente alcanzar una versión más amable de capitalismo y detenernos ahí. Solo podemos construir una socialdemocracia para romperla.
¿Es eso lo que todo liberal, o incluso todo izquierdista, cree? Por mi experiencia, no creo que así sea. Esto no quiere decir que haya que defender el sectarismo o dogmatismo; yo creo en la construcción de un amplio frente unido con todos aquellos que quieran hacer de nuestra sociedad una más humana y más igualitaria. Aunque tengo mis objetivos puestos en algo más allá.
Ya que si todos coincidimos que el proyecto de la Izquierda está basado en una visión de libertad e individualismo, entonces también tenemos que considerar esa visión como una radicalmente incierta. Solo podemos mirar brevemente hacia el futuro, hasta un punto en donde la clase trabajadora haya podido soltar un poco sus grilletes, como sucedió en los mejores momentos de la democracia social del siglo veinte.
En ese momento alcanzamos nuevamente el punto en donde un compromiso de clase socialdemócrata se vuelve insostenible, y el sistema debe, ya sea retroceder a una forma reaccionaria de austeridad capitalista, o avanzar íntegramente hacia algo más. Lo que nuestro futuro haga en esas circunstancias, y en qué tipos de personas nos convirtamos, es desconocido e impredecible, y para que nuestras políticas sean genuinamente democráticas, no podría ser de otra manera.