La encrucijada de la libertad en el discurso de la Seguridad Ciudadana
Alejandro Stevenson
La era del orden es el imperio de la ficción. Ningún poder es capaz de sostenerse con la sola opresión de los cuerpos con los cuerpos. Se necesitan fuerzas ficticias.
PAUL VALÉRY
El 2017 fue año de elecciones, y la Encuesta CEP, en sus tres versiones (abril-mayo, julio-agosto y septiembre-octubre), abrió su cuestionario con la siguiente pregunta: ¿Cuáles son los tres problemas a los que debería dedicar el mayor esfuerzo en solucionar el Gobierno? La respuesta mayoritaria, muy por sobre otros problemas, fue encabezada por “delincuencia, asaltos, robos”. Si esto hubiese sido novedoso sería alarmante, pero las conclusiones de esta constatación pueden ser engañosas. Más bien, lo que debería preguntarse respecto a este dato es si efectivamente los delitos de diversa índole incrementaron durante el periodo registrado y, en concordancia con ello, las percepciones objetivas de inseguridad también; o, por otra parte, si dichas percepciones responden a un fenómeno subjetivo, basadas en la posibilidad de ser víctima de algún delito. Sin embargo, sea una u otra la respuesta, como constataron las encuestas señaladas, las políticas enfocadas a contener el imaginario de temor han fracasado. Frente a esto, el presente artículo desarrollará dos hipótesis: a) las políticas securitarias del Estado, durante los últimos treinta años, son detonantes de la inseguridad; y b) la insistencia en perpetuar políticas securitarias fracasadas, que están ancladas al modelo de desarrollo, tienen por objetivo garantizar la libertad de mercado por sobre las libertades republicanas (derechos sociales universales).
1. Inseguridad ciudadana
En el principio está el origen, por supuesto. Y como en toda tragedia, atravesada por la fatalidad, la mitificación cumple un papel esencial, ya sea para ocultar o justificar un hecho de violencia: un crimen. Nuestra historia reciente, el Chile contemporáneo, está fundado en un acto violento: el terrorismo de Estado de la dictadura. Su mitificación se construyó a través de los discursos que revistieron esta operación. Tal como sostiene Ricardo Piglia (2001), el Estado impone un modo de narrar la realidad, que se materializó dentro de nuestro contexto en la prefiguración del marxismo de la Unidad Popular como un cáncer que debía ser extirpado mediante la intervención violenta sobre el cuerpo social (Golpe de Estado). Así entonces, la dictadura militar estableció un nuevo orden basado en la transformación del modelo económico, donde la estructura productiva gira hacia la apertura comercial, y también del Estado, pasando de la protección social a regirse bajo el principio de subsidiaridad, bajo la ausencia de oposición política. Para ello, el paradigma securitario que asumió el Estado con el fin de llevar adelante estas reformas fue el de la Doctrina de Seguridad Nacional (DSN), que se erigió para enfrentar a quienes cuestionaban el régimen dictatorial mediante una posición activa del aparato estatal en torno al control militar de la población, fabricando el relato sobre los intereses nacionales afectados por las expresiones locales de la amenaza extranjera representada por la órbita soviética. Fue así como esta amenaza se cristalizó en el llamado “enemigo interno”, que encarnaban los sujetos que se organizaron principalmente en estructuras partidarias político-militares para desestabilizar el régimen.
El retorno a la democracia protagonizado por la Concertación implicó la restitución de derechos civiles fundamentales. Sin embargo, como la institucionalidad dentro de la cual la transición democrática operó fue diseñada por la dictadura (Huneeus, 2014), los “enemigos internos” a los que se dirigía la DSN justificaron la continuidad de su acciones. Tras el secuestro el año 1991 de Cristián Edwards, hijo del dueño del periódico El Mercurio, a manos del Frente Patriótico Manuel Rodríguez, Agustín Edwards creó la Fundación Paz Ciudadana convocando a representantes de todos los sectores políticos y la élite económica. Con ella buscaba generar un órgano que recopilara estadísticas sobre delitos para proponer políticas públicas orientadas a resolver el problema de la delincuencia, exigiendo que el Estado adoptara el paradigma de la Seguridad Ciudadana en su combate contra el crimen (Herrero, 2014), la cual era acogida transversalmente en sus orientaciones por todo el espectro político, mientras en paralelo el gobierno de Patricio Aylwin creaba el Consejo Coordinador de Seguridad Pública –conocido como “La Oficina”– con el fin de pacificar la transición mediante la desarticulación de los grupos armados. Esta etapa, los primeros años de la década de los ’90, marcan un nuevo escenario en donde la DSN es redefinida para adecuarse al contexto democrático bajo las políticas de Seguridad Ciudadana.
Las políticas de Seguridad Ciudadana buscaron ampliar el objetivo de la DSN, que era acotada en cuanto a los sujetos que buscaba perseguir. Si el “enemigo interno” en dictadura era encarnado por quienes adscribían a doctrinas de la izquierda política, el nuevo paradigma securitario del Estado focalizó su atención en la emergencia de nuevos temores que atentaban contra la paz social: la delincuencia y el narcotráfico. Es dentro de este escenario donde irrumpe, en el seno de la Seguridad Ciudadana, las políticas de Tolerancia Cero, promovidas por Joaquín Lavín en su rol de Alcalde de la comuna de Las Condes, inspirado en los modelos de Estados Unidos, Francia, Alemania e Inglaterra. Con ella, se desplegaron mecanismos de regulación social donde se atiende al problema de la inseguridad bajo una perspectiva efectista, en la cual la aplicación de “mano dura”, es decir, mayor dotación policial y endurecimiento de las penas asociadas a los delitos más visibles (asaltos violentos, microtráfico, entre otras) disminuirían sustantivamente la victimización, objetiva y subjetiva, lo cual en la práctica no ocurrió. Más bien, las estadísticas de delitos a lo largo de los años ’90 se mantuvieron en una constante, mientras que el despliegue de dispositivos de seguridad incrementaba la percepción de temor por parte de la ciudadanía.
El advenimiento de la Seguridad Ciudadana como paradigma securitario del Estado exigió que los controles sociales se hicieran totalizantes, ya que en su lenguaje pretende combatir a un enemigo difuso, difícil de localizar, porque circula por toda la ciudad. En el cual el sector privado se involucra bajo la oportunidad de negocio que se abre bajo el mercado de la seguridad, ofertando sistemas de vigilancia tanto para empresas como hogares y, por otra parte, dentro del sistema penal por medio de la concesión de recintos penitenciarios. Según datos de Gendarmería de Chile (2015), la evolución de la población penal recluida entre los años 1991 y 2015 aumentó en un 115,3% (20.872 presos en 1991 y 44.946 en 2015), lo cual demuestra que la orientación punitiva y castigadora del discurso sostenido por la derecha fue ejecutado en la práctica por la Concertación. Por otra parte, respecto a las estadísticas sobre delincuencia, según el Índice de Victimización Paz Ciudadana-Adimark para el periodo 2005-2011, entre aumentos y disminuciones, la victimización del delito de robo e intento de robo se mantuvieron en un 37,9%. Sin embargo, el número de personas que perciben que la delincuencia en el país aumentó, en el periodo 2008-2015, varía entre un 80,4% y 86,8% (ENUSC, 2015).
Como demuestra la evidencia, la inseguridad se ha instalado como un fenómeno asociado a percepciones subjetivas que se encuentran muy por sobre las estadísticas objetivas de delitos, pese a que a lo largo de más de veinte años se ha insistido en aplicar el mismo enfoque. La subordinación de la Concertación –Nueva Mayoría desde el año 2013 en adelante– al discurso punitivo y conservador de la Seguridad Ciudadana promovido por la derecha es coherente con la profundización del modelo económico heredado de la dictadura, ejecutados en conjunto para que el primero contuviera las externalidades negativas del segundo. Tal como reflejó el Informe de Desarrollo Humano del PNUD de 1998, titulado Las paradojas de la modernización, pese a que Chile crecía económicamente luego de la implementación de políticas neoliberales desde la década de los ’80, ellas no se tradujeron en mejores niveles de bienestar social sino, contrariamente, el malestar se arraigó como consecuencia de las inseguridades que eran resultado del propio modelo: expresadas en temor y “miedo al otro”. La inseguridad social es entonces detonada por el fracaso de la Seguridad Ciudadana, circunscrita en el seno de políticas de apertura comercial como estrategia para alcanzar el desarrollo.
2. La Seguridad Ciudadana como contención del modelo de desarrollo
En términos globales, Loic Wacquant (2010) y David Garland (2005) coinciden en sostener que la decadencia de los Estados de Bienestar europeos abrió paso al advenimiento de los Estados Punitivos, en donde la función de esta institución radica en operar como policía para que el mercado se desarrolle libremente. En otras palabras, el rol que se le atribuye al Estado es retirarse de la esfera económica, controlando el delito y asegurando los derechos de propiedad, para que el sector privado dinamice la economía bajo el mínimo de regulación. A ello Wacquant (2010) le denominará el Nuevo gobierno de inseguridad, ya que la función reactiva que se le ha adjudicado al Estado evade un tratamiento eficaz de los problemas asociados a la delincuencia, arraigados en las desigualdades sociales estructurales. Sin embargo, como desarrollaremos a continuación, la seguridad no es un concepto estático, sino más bien responde a las condiciones sociales de su época, en particular referidas al modelo de desarrollo.
Todo proyecto de sociedad, reflejado desde las teorizaciones de los contractualistas hasta la actualidad, adscribe a un pacto de seguridad en donde se transfiere una parte de la soberanía al organismo estatal para obtener a cambio protección. Algunas de ellas han sido fruto de conquistas sociales desplegadas por décadas, las cuales en Chile lograron avanzar hacia un Estado de compromiso que garantizara ciertas condiciones materiales para la vida digna. Es decir, durante el periodo desarrollista del siglo XX que va desde la década del 30 hasta el año 1973, la seguridad era entendida como el acceso a derechos sociales universales (la pretensión de instalarlos como tal), expresados en el aseguramiento de vivienda, salud, trabajo, educación, entre otros. Derechos que fueron despojados por la dictadura a través del desmantelamiento del Estado, por medio de la desarticulación de sus empresas y la desindustrialización de la economía, otorgándole un papel subsidiario frente a las áreas que el mercado no puede resolver por sí sólo, bajo la caricatura de un régimen de acumulación flexible, donde la primacía de sectores rentistas y comerciales precarizan los empleos y la deuda se instala como motor para alcanzar ciertos niveles de bienestar. Es en este contexto donde el concepto de seguridad mutó, pasando de ser un bien colectivo a un problema de resolución individual. Se despoja del imaginario la pretensión de construir una sociedad que asegure derechos universales para otorgarle primacía a los derechos de propiedad, y el sujeto que encarna la amenaza principal para la paz social es entonces quien atenta contra ella: el delincuente. Por lo tanto, la inseguridad en este nuevo escenario estaría dada por la vulneración individual frente a los bienes alcanzados, el “miedo al otro” ante el peligro de robo. Esto porque son precisamente los delitos contra la propiedad los que han aumentado considerablemente durante la última década, en contraste a los delitos contra las personas, y paradójicamente se presentan las cifras más altas bajo el primer gobierno de Sebastián Piñera, tal como constata el siguiente gráfico:
Casos policiales por delitos de mayor connotación social
Fuente: Subsecretaría de la Prevención del Delito. Ministerio del Interior y Seguridad Pública (2014).
Ahora bien, si el contenido del significante “seguridad” está sujeto al modelo de desarrollo como una política orientada, desde una perspectiva, a establecer un régimen igualitario de acceso a derechos sociales universal o, desde otra, a la protección de los bienes y propiedades que se distribuyen asimétricamente dentro de la sociedad, nos enfrentamos al problema sobre cómo se concibe la libertad. La cual, para la posición triunfante que ha definido la seguridad bajo una connotación negativa, es entendida como la no interferencia de entes externos sobre el desenvolvimiento individual. Por lo tanto, todo aquello que resulte ajeno a nosotros/as será una amenaza posible, exigiendo como consecuencia un mayor control de parte del Estado para resguardar nuestros intereses privados. Es decir, tal como estableciera Spinoza en el siglo XVII, nos enfrentamos a un escenario contradictorio donde se reclama mayor vigilancia para sentirnos más libres[1].
Conclusiones
La búsqueda de la paz social se ha instalado por medio de la construcción de una ficción: la amenaza latente de la delincuencia. Y esta ficción ha sido funcional al valor central que pretende proteger el orden neoliberal: la propiedad privada. No es casualidad entonces que la derecha haya instalado el problema de la inseguridad dentro del primer gobierno de la Concertación, ya que esta retórica le permitiría ejercer oposición política para arrogarse la condición de garantes del orden público, debido a su experiencia previa en el control militar de la dictadura, aprovechando el escenario incierto que abría el retorno a la democracia.
La Concertación cedió ante el proyecto de la derecha instalando la Seguridad Ciudadana como el paradigma securitario del Estado, porque se ajustaba a las políticas económicas neoliberales al reducir las regulaciones estatales a la función policial que garantiza el desenvolvimiento de las instituciones del mercado. Es por esta razón que el concepto de seguridad y sus políticas asociadas se han aplicado desde una perspectiva negativa: la protección frente amenazas externas que atenten contra el bienestar y la propiedad individuales. Sin embargo, lo que está en juego en torno al contenido de dicho concepto es la libertad. Cuestionar el régimen securitario que ha impuesto transversalmente el espectro político implica pensar en un nuevo pacto de seguridad entre el Estado y la población e, ineludiblemente, un modelo de desarrollo distinto. Uno, tras el fracaso del enfoque existente, que potencie las libertades bajo derechos sociales que permitan ejercer controles públicos sobre la esfera política y económica, es decir, radicalizar la democracia, en contraposición al temor e inseguridad que instala el regalo envenenado del libre comercio.
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[1] “… el miedo con el que se los quiere controlar, a fin de que luchen por su esclavitud, como si se tratara de su salvación…” (Spinoza, 1997: 64)
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ENUSC (2015). Encuesta Nacional Urbana de Seguridad Ciudadana 2015. Ministerio del Interior y Seguridad Pública, Subsecretaría de Prevención del Delito. Disponible en línea: http://www.seguridadpublica.gov.cl/media/2016/05/Presentaci%C3%B3n-ENUSC-2015.pdf
Garland, David (2005). La cultura del control. Crimen y orden social en la sociedad contemporánea. Barcelona: Editorial Gedisa.
Gendarmería de Chile (2015). Compendio Estadístico Penitenciario. Disponible en línea: https://html.gendarmeria.gob.cl/…COMPENDIO_ESTADISTICO_2015.pdf
Herrero, Víctor (2014). Agustín Edwards Eastman. Una biografía desclasificada. Santiago de Chile: Editorial Debate.
Huneeus, Carlos (2000). La democracia semisoberana: Chile después de Pinochet. Santiago de Chile: Editorial Taurus.
Piglia, Ricardo (2001). Crítica y ficción. Barcelona: Editorial Anagrama.
PNUD (1998). Desarrollo Humano en Chile: Las paradojas de la Modernización. Santiago: Editorial Programa de Naciones Unidas Para el Desarrollo.
Spinoza, Baruch (1997). Tratado teológico-político. Barcelona: Editorial Altaya.
Subsecretaría de la Prevención del Delito, Ministerio del Interior y Seguridad Pública (2014). Plan Nacional de Seguridad Pública y Prevención de la Violencia y el Delito, Seguridad Para Todos. Santiago de Chile: Editorial Comunicaciones SPD.
Wacquant, Loïc (2010). Las cárceles de la miseria. Buenos Aires: Editorial Manantial.