A propósito de Chile “despertó”: Notas sobre el retorno de la soberanía
por Paula Ahumada
Desde el 18 de octubre de 2019 el país experimenta un periodo de excepción. No en el sentido jurídico del término, sino que en el político. Se trata de un momento constituyente porque el titular de la soberanía, aquel que normalmente se mantiene dormido, despertó. Y ese despertar no solo es una metáfora ni una imagen teórica, sino que está literalmente en la frase “Chile despertó” la cual está escrita prácticamente en las calles de todo el país.
A partir del aumento en la tarifa del metro de Santiago, las demandas sociales se han multiplicado, mientras que las acciones gubernamentales resultaron todas tardías e insuficientes para encauzar o controlar el conflicto. Lo que no entendió el Presidente ni su conducción política es que no bastaban ‘paquetes de medidas’ ni propuestas específicas de políticas públicas como aumentar el número de viviendas sociales o el cupo en las escuelas públicas. El problema supera lo material y no solo abarca el costo del transporte, servicios básicos, o la injusticia del sistema previsional, laboral o de salud, porque siempre se trató de una cuestión de legitimidad.
La crisis actual es constitucional porque no se trata de una cuestión de gobierno que se pueda solucionar con la identificación del problema y la asesoría técnica para encontrar la mejor medida correspondiente. La crisis actual es constitucional porque se trata del despertar del ‘soberano durmiente’ que recuerda Hobbes en su De Cive (1642) y que rescata Richard Tuck en su libro The Sleeping Sovereign (2016), el cual solo se activa en momentos excepcionales. De acuerdo a Hobbes, el pueblo es el soberano, y en los intervalos en los cuales no está reunido, pasa a ser un soberano durmiente, porque el poder lo mantiene aunque no existan manifestaciones explícitas de su dominio. La idea que contiene la consigna del “Chile despertó” no solo apunta a la existencia de un sujeto, sino que una acción particular, esto es, la del despertar. Una interpretación desde el sentido común alude a un pueblo dormido, no necesariamente muerto, y al cambio de circunstancias, esto es, el despertar político.
No por casualidad, entonces, la consigna del movimiento “Chile despertó”, da una clave relevante para comprender por qué la crisis social es una crisis constitucional. Aquella frase apunta precisamente a la clásica distinción en la historia de la teoría constitucional entre el gobierno y el soberano que hace posible el nacimiento de la democracia moderna.
I. El soberano durmiente
El constitucionalismo liberal surge de la necesidad de compatibilizar el principio de autoridad con los de libertad e igualdad; el autogobierno colectivo con la autonomía individual, bajo la máxima de la Ilustración que democratiza la razón, atrévete a pensar. Esta demanda kantiana influye en los procesos revolucionarios americanos y franceses que consolidan la expansión del sujeto político moderno por excelencia: el Pueblo. Por ejemplo, en El Federalista I, Hamilton recuerda al pueblo de Estados Unidos:
“Ya se ha dicho con frecuencia que parece haberle sido reservado a este pueblo el decidir, con su conducta y su ejemplo, la importante cuestión relativa a si las sociedades humanas son capaces o no de establecer un buen gobierno, valiéndose de la reflexión y porque opten por él, o si están por siempre destinadas a fundar en el accidente o la fuerza sus constituciones políticas”
Es la reflexión en conjunto con la decisión, la razón unida a la voluntad, lo que funda el modelo jurídico político del constitucionalismo, que busca hacer posible la coexistencia de dos principios básicos: la soberanía popular y el estado de derecho o, en otras palabras, la voluntad del pueblo con la razón de la ley.
Porque junto con la habilitación de “We the People” quien otorga el consentimiento originario al nuevo orden y legitimidad a la autoridad y al gobierno constituido, las constituciones escritas buscan servir de control a la arbitrariedad del poder, y representar la cadena que mantiene al gobernante atado a quien es su soberano. Frente a ello, el constitucionalismo enfrenta a una paradoja no menor: si la legitimidad del orden impuesto se basa en la existencia de un consentimiento originario por el pueblo, ¿cómo se mantiene la continuidad de la autoridad bajo el paso del tiempo, la sucesión de nuevas generaciones con las limitaciones impuestas para que otra voluntad haga posible otras realidades?
En efecto, no es mera casualidad que el constitucionalismo reconozca sus orígenes modernos en la misma época en la cual se da lugar la expansión del capitalismo y del Estado moderno; este movimiento dota de la apropiada arquitectura institucional para estas nuevas sociedades, y el constitucionalismo de los derechos protege y hace inmutables los derechos de propiedad, la libertad de intercambio, la concentración del capital, habilitando de forma legítima la expansión del mercado.
Pero la época de las revoluciones sociales y constitucionales constituyeron un desafío para la imaginación institucional. ¿Cómo poder organizarnos de modo que el orden social que requiere la vida humana, respete por igual las esferas de autonomía individual que demandaba el ser humano moderno? ¿Sería posible abocarse a la vida pública para no ser sometidos a la dominación de otros y a la vez, cumplir con los roles de trabajador, mercader, productor o artesano que permitían el sustento material?
La dificultad de hacer realidad la democracia bajo sociedades comerciales que se caracterizan por la especialización y división del trabajo fue una de las mayores preocupaciones de quienes son considerados los pensadores clásicos de la teoría y de la ciencia política. En efecto, tanto en Hobbes como en Rousseau o Sièyes se encuentra la opinión de que las sociedades antiguas en que las personas se reunían en asambleas de forma continua para decidir sobre políticas y administrar la sociedad no eran modelos apropiados para la realidad de aquellos nuevos estados. Así, por ejemplo, en su Cartas Escritas Desde la Montaña (1764), Rousseau advierte a los genoveses:
“Los pueblos antiguos ya no pueden ser modelos para los modernos; en todo ámbito son completamente extraños a ellos. Ustedes, por sobre todo, genoveses, mantengan su lugar…No son ni romanos, ni espartanos; no son ni siquiera atenienses. Dejen de lado aquellos grandes nombres que no les calzan. Ustedes son mercaderes, artesanos, burgueses, siempre ocupados con sus intereses privados, con su trabajo, con su comercio y su ganancia; personas para las cuales la libertad es solo un medio para adquirir sin obstáculo y para gozar de su propiedad en forma segura”
Por cierto, no se trataba de desahuciar la posibilidad de la democracia como forma de gobierno, sino que la pregunta es cómo hacer institucionalmente posible ese sistema bajo las condiciones y dinámicas de las nuevas sociedades comerciales. Por eso la importancia de la separación entre la administración y acción pública (gobierno) y la soberanía (donde radica el poder), en el entendido que “es contrario al orden natural de las cosas que los muchos gobiernen y que la minoría sea la gobernada” (Rousseau, Libro III capítulo 4). A pesar de ello, se supone que el sujeto soberano a pesar de no estar presente, existe y subyace al entramado institucional bajo el cual se desarrolla el gobierno. Por eso la importancia de la generalidad del derecho y de instaurar formas institucionales de producción de legislación a través de órganos de representación con mecanismos mayoritarios, mientras que la legislación superior o de las leyes fundamentales -aquellas que tratan de la estructura fundamental del estado- consideren un llamado directo a través del plebiscito. Es el sujeto soberano quien a fin de cuentas, le otorga una legitimidad a la continua acción de gobierno.
Siguiendo con Rousseau, este tipo de sociedades además demandaba un gobierno más transparente que facilitara la vigilancia constante por parte del pueblo. Demandaba entonces, no solo instituciones y prácticas políticas determinadas, sino el ejercicio de ciertos deberes por parte de los ciudadanos. La democracia no podía ser solo el goce de la libertad individual para adquirir e intercambiar bienes y servicios, sino que requería del cumplimiento de deberes y cargas públicas porque “pretender liberarse completamente de ellos implica dejar de ser libres”.
II. Chile y el orden constitucional desbordado
El actual orden constitucional se encuentra desbordado por el despertar del soberano y demuestra así su inutilidad, incluso bajo los supuestos liberales en los cuales descansa, esto es, la necesaria distinción entre el gobierno y el soberano. Incluso más, cabe preguntarse si esos términos son los adecuados para hacer posible la acción política, el autogobierno, la libertad y la vida colectiva en la actualidad, o se trata de una dicotomía que requiere ser superada.
Comúnmente se dice que la Constitución constituye el acuerdo o contrato social que determina la distribución del poder en la sociedad o que da cuenta de “la suma de los factores de poder que rigen en ese país”. En definitiva, las constituciones cumplen una función de identidad de la colectividad. De acuerdo con Pitkin, en especial la idea antigua de constitución tenía que ver con las características propias de un determinado pueblo, con su ethos y modo de vida particular y por eso, “no se trata tanto de lo que tenemos sino de lo que somos”. En esa primera aproximación la Constitución se identifica con el sujeto político, el ser artificial pero provisto de voluntad que es el pueblo. Las constituciones nacen bajo la manifestación de la soberanía popular.
Asimismo, las constituciones se relacionan con la acción de fundar, de constituir, de crear las instituciones que hacen posible nuestra vida colectiva y por eso no solo limitan el poder sino que lo crean. Por eso, el entramaje jurídico constitucional antes de apagar, debe ser capaz de renovar de forma continua la acción política y la imaginación institucional, para hacer frente a la paradoja del constitucionalismo, que se debate entre un carácter ideológico (que es el freno a la acción, o la cadena al soberano que le dio vida) y otro utópico (por el cual se permite la renovación y reactualización del soberano) (Loughlin, 2015).
Este sujeto que necesariamente actúa en el momento de su constitución y cuya capacidad de autogeneración permite crear las condiciones institucionales para su subsistencia, lo hace a través del derecho. Desde el punto de vista del derecho, la Constitución se entiende como un conjunto de normas jurídicas fundamentales que caracterizan o le dan forma a un determinado estado, por ejemplo, al distribuir las competencias en diferentes órganos públicos; establece la forma del estado, ya sea unitario o federal; la forma de gobierno y el régimen político, distinguiéndose entre presidencialismo o parlamentarismo; y los derechos de los ciudadanos, esto es, los civiles, políticos y sociales. Especialmente relevante es la determinación del proceso de formación de la ley, por la cual se manifiesta la conjunción entre la voluntad soberana y la razón (véase artículo 1º Código Civil).
Bajo el orden constitucional de 1980, ya no es posible mantener al soberano durmiente bajo el cual se hace posible compatibilizar la libertad negativa con el autogobierno colectivo que reclama un sistema democrático moderno. Aún más, quizás la imagen hobbesiana del soberano durmiente no sea la apropiada para enfrentar las demandas y las expectativas de vida de las y los chilenos de hoy. Por ello, “Chile despertó” es mucho más que una consigna; tiene un significado que se remonta a la historia de las ideas y de la teoría política, y nos anuncia la dimensión que tiene el actual momento constituyente.