Entrevista a David Casassas

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Entrevista a David Casassas: Para la constitución política de la república contemporánea

 

Beatriz Silva y Mauricio Rifo

David Casassas es profesor de teoría social y política en la Universidad de Barcelona, donde imparte las cátedras de Introducción a la Sociología, Sociología Económica y Movimientos Sociales. Es Doctor en Sociología y ha sido investigador en la Universidad Católica de Lovaina, en la Universidad de Oxford y en la Universidad Autónoma de Barcelona. Participó activamente en el 15-M en Barcelona y es miembro de la Red Mundial para la Renta Básica (BIEN, por sus siglas en inglés), de la que ha sido Secretario. Actualmente forma parte del Consejo Asesor Internacional de dicha organización y es Vicepresidente de la Red Renta Básica, la sección oficial de la BIEN en España. Asimismo, es miembro del Consejo de Redacción de la Revista SinPermiso. Sus libros abordan el carácter republicano del pensamiento de Adam Smith: La ciudad en llamas. La vigencia del republicanismo comercial de Adam Smith (Montesinos, Barcelona, 2010); las potencialidades de la renta básica como política pública: La Renta básica en la era de las grandes desigualdades (Montesinos, Barcelona, 2011, coeditado con Daniel Raventós); y el papel de las políticas públicas y de la autogestión para el logro de formas de trabajo algo más libres: Revertir el guión. Trabajos, derechos y libertad (Los Libros de la Catarata, Madrid, 2016). Su último libro, que está a punto de ver la luz, cruza justamente los temas de la libertad, la democracia, la renta básica y los trabajos: Libertad incondicional. La renta básica en la revolución democrática (Paidós, Barcelona, 2018). Más información en www.davidcasassas.com.

 

***

 

Basados en tu libro La Ciudad en Llamas. La Vigencia del Republicanismo Comercial de Adam Smith, quisiéramos indagar en lo que entiendes por republicanismo. En ese sentido, nos gustaría que nos explicaras cómo ves tú el republicanismo o en qué tradición de republicanismo te instalas.

Creo que lo más importante que debemos destacar o aislar en este debate es la noción de libertad que el republicanismo maneja. Lo que es central en la tradición republicana es una idea de libertad definida de acuerdo con las condiciones materiales y simbólicas de existencia de los individuos y de los grupos. Uno es libre en la medida en la que goza de independencia personal. Ello no quiere decir que nos tengamos que aislar como átomos dispersos en un mundo gaseoso, pero sí significa que debemos ser socioeconómicamente independientes para ir tejiendo, sin servidumbres, una interrelación respetuosa de la autonomía de todos y todas.

Este es el corazón de la noción de libertad republicana, que encontramos ya en Aristóteles y que llega hasta Marx, y que luego, recientemente, ciertos filósofos analíticos anglosajones -Skinner y Pettit, entre otros- recogen cuando ofrecen la noción de libertad republicana como no-dominación. En el grupo de la revista SinPermiso, en el cual estoy, hacemos énfasis en esta idea de libertad fundamentada en la independencia socioeconómica. Pero hay que dar un paso más -así lo decimos siempre en el núcleo de SinPermiso- y preguntarnos qué nos da esa independencia socioeconómica, qué nos la ofrece. Y si uno hace un rastreo de la defensa teórica y de la lucha política por la libertad republicana, uno encuentra siempre la misma cosa: la propiedad. Me refiero a una propiedad entendida en un sentido muy amplio, no necesariamente como un título de propiedad jurídicamente sellado que tengamos en el bolsillo. Aquí hay que pensar en la “propiedad” como el control individual y/o colectivo de un conjunto de recursos materiales e inmateriales que nos conviertan en gentes capaces de superar lo que Philip Pettit llama el “test de la mirada”: ¿tengo la capacidad de aguantarte la mirada, sin tener que agachar la cerviz porque resulta que dependo material o simbólicamente de ti? ¿Puedo, a partir de ahí, decir y decidir qué mundo aspiro y aspiramos a construir?

Por ello, hay que insistir en la diferencia entre la libertad republicana y la noción liberal de libertad. Hasta el siglo XIX, nadie entiende que un individuo que se pase la vida distribuyendo pizzas en bicicleta porque no tiene otra opción para sobrevivir es un individuo libre. ¿Por qué? Porque le faltan esos recursos cuyo control le permitiría pensar otras formas de trabajo y de vida, quizá también con otras personas. En cambio, la definición liberal reduce la noción de libertad a la categoría de mera igualdad ante la ley. Esto nos lo trajo el liberalismo en el siglo XIX: hasta ese entonces nadie había asumido una noción de libertad como mera igualdad ante la ley. Antes del siglo XIX -y esto incluye a autores posteriormente, y falsariamente, vinculados al liberalismo como Locke, Smith o Kant-, se habló siempre de la importancia de unas condiciones materiales y simbólicas para que la libertad fuera efectiva.

Ahora bien, según el republicanismo ¿quién está llamado a ser libre? ¿Qué grupos sociales? Esta pregunta ha sido objeto de multitud de respuestas. Por un lado, ha habido luchas políticas y diseños institucionales abiertamente democráticos en el sentido de que han establecido que las mujeres, los inmigrantes, los pobres, también debían y deben ser libres. Para ello, estas formas de republicanismo democrático han aspirado y aspiran a introducir políticas públicas o a disponer recursos del tipo que sea para que esta gente -para que toda la gente- pueda gozar de dicha condición. Sin embargo, esto no quiere decir que no haya habido muchos otros tipos de republicanismo de carácter oligárquico que hayan partido del supuesto de que solo debe ser libre aquel que ha nacido ya con recursos materiales y simbólicos -normalmente, varones propietarios-. Y no pasa nada -afirma el republicanismo oligárquico- si tú eres una mujer, un esclavo, un inmigrante o un pobre sin recursos. Sencillamente, no eres libre. Fin de la historia. Pues bien, cuando esto no lo problematizamos políticamente, cuando nos quedamos tan tranquilos con esta “solución”, nos situamos ante formas de republicanismo sin ambición democratizadora: de ahí que hablemos de republicanismo oligárquico o antidemocrático.

Pero lo interesante de la cuestión es que sea cual sea el tipo de republicanismo ante el que nos encontremos, democrático u oligárquico, el vínculo entre libertad y control de recursos nunca se rompe. En cambio, la tradición liberal nos dice que si tenemos un documento de identidad que no pone que somos esclavos, plebe, escoria o lo que sea, automáticamente nos convertimos en hombres y mujeres libres, porque, supuestamente, estamos en un mundo en el que hay isonomía, es decir, igualdad ante la ley. En resumen, el liberalismo asume que somos libres con independencia de las condiciones materiales y simbólicas de existencia de la gente. Y eso no es cierto. El liberalismo, pues, tiene un problema conceptual muy importante. El grueso de su cuerpo doctrinal se basa en una gran ficción jurídica.

En cualquier caso, ¿cómo definir una república? Una república es una comunidad política, un espacio público en el que podamos encontrarnos no como “iguales” en el sentido de que todos contemos exactamente con los mismos recursos, pero sí como “iguales” en el sentido de que todos podamos controlar conjuntos relevantes de recursos que nos doten de independencia personal para ir tejiendo nuestra interdependencia en un plano de igualdad. Por ello, en el mundo liberal, pese a utilizarse a veces el término “república”, ha sido muy difícil constituir repúblicas efectivas. Pensemos en la República de Chile o en la República Francesa. Si nos ajustamos a la definición de libertad republicana que hemos visto, deberemos concluir que tienen muy poco de república. La República Francesa, o la chilena, se llamará “república”, pero no lo es -no lo son, ni la una ni la otra-. No alojan monarquía -eso es cierto-, pero hay una gran cantidad de ciudadanos en la República Francesa -o en la República de Chile- que carecen de condiciones materiales y simbólicas para una existencia libre -y no hay la menor intención de que las cosas dejen de ser así-. Todo ello muestra que la historia de la devaluación de los conceptos políticos es larguísima y peligrosa. Yo creo que tenemos república cuando tenemos conjuntos de personas que, como diría Pettit, se pueden aguantar la mirada, sin tener que agachar la cerviz como consecuencia de vínculos de dependencia. Tenemos república, pues, cuando tenemos conjuntos de personas equipadas con conjuntos de recursos todo lo diversos y cambiantes que queramos, pero que se estiman necesarios porque constituyen la condición de posibilidad del ejercicio efectivo de la ciudadanía. Si no existe este vínculo entre libertad y recursos, no hay república de ningún tipo, por mucho que hayamos levantado arreglos institucionales que lleven este nombre. Lo que hay es otro tipo de organizaciones políticas que habrá que caracterizar de otro modo.

¿Por qué crees que la idea del republicanismo, de las repúblicas con supuesta participación política democrática, se ha entendido, sobre todo en Latinoamérica, como una posición liberal? ¿Qué ha generado este trasvasije?

Bueno, yo creo que todo esto forma parte de una historia muy triste que, de hecho, es universal. Es la historia de la entrega por parte nuestra, es decir, por parte de las clases populares, que debemos trabajar para vivir, de conceptos que nos pertenecen y de los que nos deshacemos para ofrecérselos al enemigo. No en balde esta historia es también la historia del recibimiento festivo de todos estos conceptos e instituciones por parte de las oligarquías. Ahora estamos hablando de la noción de república, de la cual ellos se han apropiado vaciándola de contenido, pero también sirve para la idea de otras muchas realidades, empezando por el mercado. Está claro que éstos pueden ser de lo más salvaje -conocemos muy bien la sangrienta historia de los mercados capitalistas-, pero también pueden ser otra cosa. Pero la oligarquía liberal se apropia de la noción de mercado, y también de la de “libertad en el mercado”, y nos dice lo siguiente: “vosotros, las izquierdas, sois la gente de la igualdad, de lo común. Nosotros, en cambio, somos la gente de la libertad y del mercado”. Y lo grave del asunto es que nosotros, quienes por supuesto que somos “los de la igualdad y lo común”, hemos tendido a aceptar este relato y hemos caído en la trampa, en una gran trampa. Porque nosotros también somos los de la libertad -incluso los de la libertad en los mercados-, cuando tal libertad se define de un modo robusto. La historia de la apropiación indebida de la noción de libertad, de libre mercado y de república por parte de la oligarquía es, también, la historia de la necedad de toda una ristra de regalos por parte nuestra.

Todo ello equivale a decir que las oligarquías liberales han ganado una batalla conceptual y material que les ha permitido hacerse con el gobierno de la modernidad. Y lo han hecho -insisto- utilizando conceptos que habían sido siempre nuestros. Y aquí empieza la tragedia: en la actualidad -aunque esto viene ya de lejos-, ante este uso perverso de todos estos conceptos y prácticas -conceptos y prácticas que, conducidos por nosotros, hubiesen sido otra cosa y hubieran alumbrado un mundo bien distinto-, resulta que nos horrorizamos y los rechazamos. ¡Qué onerosa concesión! En definitiva, podemos hacer dos cosas. La primera es abandonar la lucha por la república, por la libertad, por mercados no depredadores, incluso por la representación política: habida cuenta de que el liberalismo ha hecho de todo ello algo poco deseable, lo desechamos. Otra opción es mantener las posiciones y tratar de explicar por qué sólo desde una perspectiva popular y emancipatoria, republicana-democrática, se puede dotar estos conceptos e instituciones de verdadero contenido substantivo. A mí esta segunda opción me interesa muchísimo, tanto desde el punto de vista de la historia de las ideas como desde el de la lucha por una hegemonía cultural y política que nos favorezca. Por ello es crucial tratar de entender qué significaban estas prácticas y conceptos antes del triunfo del capitalismo que hoy conocemos.

Si analizamos con detalle los textos de Maquiavelo, de Harrington, de Jefferson, de Smith o de Kant, entre muchos otros, nos damos cuenta enseguida de que no tienen nada que ver con el tipo de organización de la modernidad con la que nos hemos encontrado. Por ello necesitamos una estrategia “troyana” de infiltración en el corazón de las tinieblas del lenguaje liberal que nos ayude a descubrir que el rey va desnudo; que cuando los liberales hablan de “libertad”, de “democracia”, de “representación”, de “mercados”, incluso de “esfera privada”, etc., lo hacen pervirtiendo el sentido que las clases populares y los pensadores que supieron sintetizar sus aspiraciones -entre ellos, los que acabo de citar- quisieron dar a estas realidades en los albores de la “gran transformación” que nos llevó al mundo contemporáneo. No podemos resignarnos a aceptar la operación de vaciado de contenido que el liberalismo ha llevado a cabo. Conviene restaurar el sentido primigenio que estos conceptos llevaban de la mano. De ello depende el éxito de muchos de los proyectos emancipatorios que podamos darnos para la actualidad.

Insisto: estos conceptos que asociamos a “los grandes pensadores” sintetizaban verdaderas luchas populares. Locke, Kant, Smith y Robespierre no inventaron nada. Fueron mentes brillantes que supieron destilar amplios movimientos políticos y sociales de la época y que los proyectaron hacia la modernidad con la mirada puesta en órdenes republicanos mucho más inclusivos de lo que ha supuesto el capitalismo contemporáneo. Pero el aparato mediático de la oligarquía es muy potente -también el aparato mediático de la academia encargada de hacer apología del capitalismo-, razón por la que, además de desfigurar el análisis de todos estos autores, ha conseguido construir, en clave burguesa, elitista, una idea de república y de democracia vacía de contenido. Por todo ello, creo que es un error que hablemos de la “república burguesa” y nos opongamos a ella. No tiene sentido oponerse a la “república burguesa”, sencillamente, porque ésta no existe. Lo que sí tiene sentido es disputar a la burguesía -o a las élites, o como queráis que lo digamos- la idea de república, recordando que un orden republicano es algo verdaderamente exigente, que va mucho más allá en términos distributivos de lo que hacen los regímenes liberales a los que estas oligarquías han dado en llamar -falsariamente, insisto- “repúblicas”. La “república burguesa” no existe porque en ella se elimina el nexo entre libertad y control de recursos que hemos visto que la noción republicana de libertad y de ciudadanía lleva siempre de la mano. Sinceramente, yo prefiero encontrarme con un pensamiento conservador o elitista que nos hable a las claras y nos diga: “aquí hay dirigentes y dirigidos. Los nacidos propietarios o pudientes están llamados a dirigir; y a los que nacieron pobres les toca callar y obedecer”. A mí esto me parece salvaje, pero mucho más sincero y honrado que venir con el cuento liberal de que “aquí no hay dirigentes y dirigidos porque todos somos iguales ante la ley”. ¿Acaso creen que nos chupamos el dedo?

En resumen, frente a una estrategia meramente numantina, de “simple” resistencia alrededor de los conceptos de igualdad y comunidad que las izquierdas siempre han abrazado, yo optaría por esta estrategia troyana que, sin dejar de lado los valores típicamente asociados a “las izquierdas” -¡no nos lo podemos permitir!-, intente inocular el virus democrático-popular en los conceptos e instituciones de los que la derecha se ha apropiado, empezando por el de “república”. ¿Hay república en Chile? En el sentido de “ausencia de monarquía”, sí la hay. Pero en el sentido de presencia de una sociedad civil compuesta por individuos y grupos socioeconómicamente empoderados y, por ello, capaces de articular una interdependencia realmente deseada por todas las partes, la república, en Chile como en todo el mundo, brilla por su ausencia. ¿Quizá haya llegado el momento de organizarnos para construir y practicar una república verdaderamente democrática, verdaderamente inclusiva, en Chile como en todo el mundo?

En ese mismo marco de disputa de conceptos, hay uno que es central tanto para las tradiciones de derecha como para las tradiciones de izquierda: el mercado. Hablabas de él hace un instante. Las tradiciones predominantes en el mundo contemporáneo han entendido el mercado, principalmente, como una institución auto-regulada que estaría fuera del conflicto político. Además, sería una institución única, sin constitución política. Sería, por lo tanto “el mercado”, en singular. En esa discusión, tú has sido bastante majadero en insistir en dos vertientes: los mercados se constituyen políticamente y, por ello, los mercados solo existen en plural, como “mercados”. ¿Puedes explicarnos un poco más estas líneas de trabajo que desarrollas?

Si entendemos que un mercado es un sistema de asignación de recursos y tareas de tipo descentralizado, donde no vamos a pedir permiso a nadie para que apruebe cada pequeño intercambio que queramos hacer, entonces sí podemos decir que, en cierto sentido, “se auto-regula”. Ahora bien, lo que resulta evidente es que ese sistema, el mercado, funciona alrededor de capas y capas de reglamentaciones sobre cómo se hacen esos intercambios de forma descentralizada. Por ello digo que “el mercado”, en singular, no existe. Lo que sí existe es toda una miríada de “mercados” políticamente constituidos como resultado de una opción política que, a su vez, responde a una particular correlación de fuerzas entre los distintos grupos en liza en cada sociedad. Todos los mercados, pues, son el resultado de la intervención de las instituciones -unas más formales que otras-. Fundamentalmente, estas instituciones toman decisiones alrededor de dos grandes cuestiones. La primera cuestión: ¿qué bienes, servicios, recursos y actividades deben canalizarse a través de los mercados y cuáles debe permanecer al margen de ellos? ¿Queremos comerciar con órganos humanos? ¿Queremos mercantilizar la fuerza de trabajo? ¿Queremos llevar las manzanas y las peras al mercado? No entro ahora en la cuestión de qué respuesta corresponde a cada pregunta concreta: me limito a decir que la decisión de mercantilizar o no los órganos humanos, la fuera de trabajo o las manzanas es una decisión política que se toma, que algunos -muchos o pocos- toman. Y la segunda cuestión: en caso de que decidamos abrir las puertas a los mercados, ¿qué funcionamiento esperamos de ellos? ¿Qué diseños institucionales van a darle forma? ¿Cómo queremos operar dentro de esos mercados? Nuevamente, la decisión sobre qué tipos de mercados -en plural- queremos es una decisión política que se toma, que algunos -muchos o pocos- toman.

Tampoco podemos caer en la trampa del mito -liberal- del supuesto laissez-faire. ¡El laissez-faire no existe, es una quimera! Insisto: todos los mercados son el resultado de la presencia de capas y capas de regulaciones, algunas veces escritas en el código mercantil y otras veces más informales, pero siempre por todos conocidas -se trata de unas regulaciones que hay que atender: si no lo haces, te rompen las piernas, física y/o ius-mercantilmente-. Se trata de reglas sobre cómo, dónde, cuándo, a qué ritmo se comercia con las cosas con las que se decide comerciar. Y eso, precisamente, es lo que nos lleva a la conclusión de que “el mercado”, como “el estado”, no existe. En abstracto, estas cosas no existen. Lo que existen son formas histórica y socialmente indexadas de concebir los mercados o de concebir y dar forma a los estados.

Pongo algunos ejemplos. ¿Tenemos mercados con barreras de entrada o nos encargamos de eliminar dichas barreras? ¿Y el mercado laboral? ¿Cómo lo queremos? Esto es algo que también hay que pensar y decidir. Por ejemplo, ¿introducimos un salario mínimo? Si es que sí, ¿de qué cuantía? ¿Qué espacio damos al trabajo temporal? ¿Y al reparto del empleo o a la reducción de la jornada laboral? En cuanto al mercado financiero, ¿cómo se regula? ¿En beneficio de qué grupos sociales? Hay toda una gran canción sobre el capitalismo supuestamente “desregulado” que nosotros, las izquierdas, hemos hecho propia. ¡Y no! Hay muchísimos autores, desde Dean Baker a Michael Hudson, de Foucault a Varoufakis, para nombrar a gente de tradiciones bien distintas, que nos explican clarísimamente que el neoliberalismo es un proceso no de desregulación de los mercados, sino de re-regulación de mercados que ya estaban regulados y que son objeto de ordenamientos nuevos. Es un mito que el mercado no se regule: lo que hay que estudiar es quién lo regula y en beneficio de quién. Como decía, el intercambio comercial es el resultado de grandes procesos de sedimentación de múltiples formas de regulación, de normatividad.

Y vuelvo a lo de antes: para las gentes de izquierdas, en lugar de oponernos al mercado “en abstracto”, resulta más fértil que mantengamos bien abierta la doble pregunta. En primer lugar, nos hemos de preguntar siempre si queremos mercantilizar el recurso o la actividad que estemos tratando. Si no lo deseamos, ya buscaremos y encontraremos otros mecanismos de coordinación social. Si sí lo deseamos -y yo creo, como Polanyi, que tiene mucho sentido, en el complejo mundo contemporáneo, que operemos a menudo a través de los mercados-; si sí lo deseamos -digo-, se plantea la gran tarea política -muy polanyiana también- de pensar entre todos y todas qué tipos de mercados queremos, qué reglas tienen que organizarlos.

En Costumbres en Común, de E.P. Thompson, se nos habla de todo el conjunto de reglas que había ido estableciendo el pueblo bajo inglés para defender un comercio libre de las atrocidades de las nuevas formas de comercio que venían con la institucionalidad capitalista, que estaban desposeyendo al grueso de las clases populares. En este sentido, E.P. Thompson mostró que las clases populares de los siglos XVI, XVII y XVIII no se oponían al mercado en abstracto, sino que querían unos mercados en los que no cupiera el rentismo, la especulación, el oligopolio, etc. Esa “economía moral de la multitud” del pueblo bajo inglés y europeo echaba sus raíces en mundos comerciales y manufactureros pre-capitalistas que anunciaban una modernidad que hubiese podido existir y que no ha sido -o que ha sido muy parcialmente-, una modernidad con estructuras comerciales, sí, pero con estructuras comerciales reguladas y arraigadas en el poder popular: las clases populares debían y deben poder constituir los mercados para hacer de ellos instituciones inclusivas.

Por desgracia, la modernidad que nosotros hemos conocido es una modernidad en la que el mercado, como la supuesta “república”, lo constituyen las élites, con el agravante de que nos cuentan que no, que ellas no hicieron nada, que “el mercado”, en singular, en abstracto, es un mecanismo autógeno y que funciona automáticamente. Pero no. La economía institucionalista, de Veblen a Elinor Ostrom, nos muestra que los mercados son siempre resultados de la regulación. Por ello digo que hay que entender quién la hace y a quién beneficia esa regulación. Sin ir más lejos, los mercados financieros de hoy en día son mercados que se están regulando de un modo muy preciso, y que se podrían regular de otro modo. Incluso se podría decidir que ciertas prácticas que se dan en estos mercados deberían ser eliminadas. Por ejemplo, ¿conviene separar la banca comercial de la banca de inversión? Qué respuesta demos a esta pregunta depende de una decisión política, no de un automatismo del mercado.

En resumen: ¿republicanismo comercial o laissez-faire? Lo que, a propósito de Adam Smith, yo llamo “republicanismo comercial” tiene que ver con la extensión de relaciones libres en el contexto de mercados articulados políticamente por parte de las clases populares con la mirada puesta en su inclusión efectiva en la vida económica. Si lo preferís, podemos hablar de “republicanismo librecambista”. Y lo interesante es que podemos buscar maneras de pensarlo e instituirlo hoy, para el mundo contemporáneo. Pero de laissez-faire, ¡ni hablar! No porque no nos guste, sino porque es un mito: no existe. La creencia según la cual el mercado funciona de manera exógena a la vida social, casi metafísicamente, no es más que un imposible ontológico, por mucho que el liberalismo se obceque en hacernos creer que las cosas funcionan así. Los mercados no nacen de la nada. Los mercados se articulan políticamente. Como decía, lo que hay que ver es quién lo hace y en qué dirección, esto es, a favor de quiénes.

En esa misma línea que proponías, ¿por qué nos es útil la figura de Adam Smith para entender el rol del monopolio y del oligopolio, de los grandes poderes económicos privados en la dirección y construcción política de los mercados contemporáneos?

Adam Smith dice que en una sociedad próspera, la tasa de beneficios tiende a ser “naturalmente baja”. Obviamente, esto es algo que a los economistas neoclásicos les horripila: ¿cómo podemos atrevernos a concebir tasas de beneficio “naturales” o, lo que es lo mismo, “naturalmente civilizadas”? Ante todo, hay que entender a qué se refiere Smith cuando nos habla de una sociedad “próspera”. Según Smith, una sociedad próspera es una sociedad donde el grueso de la población puede entrar en los mercados para aportar aquellos bienes y servicios que libremente haya producido, unos bienes y servicios que, en este sentido, son una externalización de sus capacidades -se trata de un lenguaje muy aristotélico, pero es que Smith y Marx bebían, claramente, de Aristóteles y, también, de Epicuro-. Y lo que ocurre, dice Smith, es que cuando hay pocos productores y con un nivel de beneficios alto, estos pocos productores tienden a ponerse nerviosos cuando se dan cuenta de que la posible entrada de nuevos productores supondría más competencia, unos precios más bajos y, finalmente, una tasa de beneficios también más baja -cuando los precios se acercan al nivel de los costes, el beneficio disminuye-. Por ello, Smith asume que en mercados con altos niveles de competencia -o, lo que es lo mismo, con verdadera participación popular en la economía-, los beneficios tenderán a ser “naturalmente” bajos.

Hay un pasaje de La riqueza de las naciones en el que explicita las consecuencias de todo ello. Ante esta realidad, dice Smith, los capitalistas no dudan en establecer acuerdos “facciosos” entre ellos, y también con los gobernantes, para que se diseñen mercados con férreas barreras de entrada que permitan mantener un margen de beneficios alto. Cuando esto ocurre -y esto es lo que ocurre a diario en el capitalismo realmente existente-, dejamos de tener una sociedad próspera: las barreras de entrada a los mercados, que se forman políticamente, impiden que todos y todas aportemos lo que podamos querer aportar. Como diría Walter Korpi, en este mundo hay recursos de poder, y determinados sectores sociales -las grandes oligarquías económicas- se muestran especialmente capaces de movilizarlos para evitar esa invasión popular de la economía, de los mercados. Se trata de actores que, a través de esos “acuerdos facciosos” -fijaos en que Smith utiliza la terminología propia del republicano Maquiavelo-, impiden esa entrada de los sectores populares en la vida económica, lo que les permite determinar el cómo y el porqué de los mercados, los cuales terminan convirtiéndose en un coto privado de caza, en un señorío neo-feudal donde unos cuantos fijan precios, prescriben la naturaleza del producto y nos dejan sin voz ni voto a la hora de pensar qué, cómo, para qué, con quién producimos lo que producimos.

El problema de la representación política, además del de los mercados, es un problema muy sensible para la izquierda. Existe en ella una posición muy extendida que se muestra tajantemente hostil ante la posibilidad de algún tipo de representación. ¿Cómo podemos analizar esta cuestión desde la tradición republicana?

A este respecto, lo primero que la perspectiva republicana nos anima a entender es el modelo principal-agente. Hay que recordar que la tradición republicana ha cortado varias cabezas de representantes que no han ejercido como tales, que no han ejercido su labor adecuadamente. ¡Fijaos hasta qué punto la “representación bien entendida” -ahora veremos en qué consiste- es importante para la tradición republicana y socialista! ¿Por qué se cortó las cabezas, por ejemplo, de Luis XVI o, antes que a él, de Carlos I de Inglaterra? Las relaciones fiduciarias, las relaciones principal-agente, funcionan del siguiente modo. En una relación fiduciaria tenemos siempre a un “principal”, que es el pueblo soberano que tiene que resolver una serie de cuestiones y que, en muchas ocasiones, por falta de tiempo o de información, designa a un individuo o conjunto de individuos -el “agente”, los “agentes”- para que se encarguen de ello. El elemento crucial en este punto es que el principal, el pueblo soberano, no delega su libertad, su capacidad de agencia, sino sólo tareas, tareas que estima que el agente puede llevar a cabo de un modo más eficaz o eficiente. Pero en este punto la tradición republicana es clarísima: el pueblo soberano ha de mantener siempre la capacidad de obligar a sus agentes a rendir cuentas en relación con la tarea que está desarrollando. El agente, pues, es un “comisario” nuestro, del pueblo: por eso se habla de una relación “fideicomisaria”, de depósito de confianza en agentes que actúan a nuestro servicio. Nosotros, el pueblo soberano, somos los “fideicomitentes”, somos quienes depositan fiducia, confianza, en unos “fideicomisarios” que ejecutan las tareas que les encargamos. Pues bien, si esa tarea no la ejecutan como es debido -tal fue el caso de Carlos I de Inglaterra, quien no se mostró demasiado dispuesto a llevar a cabo la reforma agraria que el campesinado libre de la Inglaterra del XVII le había encargado-, a los agentes se los aparta. En el caso del monarca inglés, fue a través de su decapitación -la tradición republicana, ya desde el siglo XVI, con la Escuela de Salamanca, había justificado el regicidio para aquellas situaciones en las que el rey desoyera el mandato del pueblo-, pero en principio no es necesario eliminar a nadie físicamente: de lo que se trata es de podernos deshacer políticamente de aquellos agentes que no acaten el mandato popular.

Sin embargo, y por desgracia, el mundo moderno ha visto el triunfo de una idea de representación política en clave burguesa, idea según la cual unas supuestas élites -los “mejores”, los aristoi- se arrogan el poder de decidirlo todo, pues por algo son “los expertos”. Como los fisiócratas en el siglo XVIII francés, los expertos de hoy se encargan de decidirlo todo por nosotros, pues nosotros no somos más que pueblo ignorante, chusma, escoria propensa al vicio. Constituye ésta una noción de representación donde nosotros aparecemos como analfabetos, como necios, razón por la cual supuestamente delegamos libertad y agencia en unos representantes que nos ofrecen la seguridad de las mejores decisiones expertas. Este es un esquema muy hobbesiano, pero la tradición republicana no es hobbesiana; en todo esto, la tradición republicana es más bien lockeana -Locke entendía el representante político, incluso el monarca, como un trustee, es decir, como una persona en la que podemos confiar nuestros problemas, entre otras cosas porque luego la podremos controlar, monitorizar-. Y todo esto lo heredan los socialistas del XIX. Marx lo tiene muy claro: puede haber representación si no delegamos libertad a cambio de seguridad, sino que nos limitamos a delegar tareas y sometemos a control popular aquellas actividades que lleva a cabo el agente. De hecho, esta es la razón por la que, cuando Lenin y Trotsky hacen la revolución y tienen que formar gobierno, no designan “ministros”, pues este término lo asocian al estado absolutista y al estado burgués, sino que escogen “comisarios del pueblo”, esto es, personas -“agentes”- sometidas a mandato fiduciario. Luego la historia se torció y los comisarios del pueblo se fueron convirtiendo en casta desvinculada del poder popular, de ese “principal” que encargaba tareas, pero el marco de análisis primigenio era bien republicano. De hecho, lo que hicieron Lenin y Trotsky fue recuperar un léxico y un análisis del que Marx había participado, pero que tampoco había inventado, pues tenía sus orígenes en el derecho público romano, desde done había viajado, posteriormente, hasta la Inglaterra revolucionaria del siglo XVII -y, de ahí, a las páginas de los tratados de John Locke- y a las revoluciones norteamericana y francesa del XVIII, etc. Toni Domènech estudió con mucho detalle esta recepción, por parte de la tradición socialista, de figuras jurídicas y prácticas políticas procedentes del republicanismo clásico. Recomiendo encarecidamente la lectura de su libro El eclipse de la fraternidad. Una revisión republicana de la tradición socialista (Crítica, Barcelona, 2004)

Los edificios de la policía en Chile se llaman todavía “comisarías”…

Y los de la policía española. Y los de la catalana. Lo que ocurre es que no creo que los fideicomitentes realmente controlen lo que pasa ahí dentro. O quizá habría que decir que los fideicomitentes que verdaderamente las controlan, en Chile y en España, son unos cuantos actores muy determinados… [risas] Volviendo al asunto, ¿qué debe hacer la izquierda en relación con la idea de participación? Obviamente, a la izquierda le interesa mucho -y es preciso que así sea- la participación directa y comunitaria, la autogestión, etc. Ahora bien, ¿significa ello que hemos de regalar la representación, el Palacio de la Moneda, a la derecha (ultra)liberal? ¿O tenemos herramientas para pensar la representación de un modo que nos permita asumir que quien esté en el Palacio de la Moneda o en la Municipalidad de Concepción o donde sea, es un “agente” nuestro, del pueblo soberano, que acata nuestros mandatos y que, por ello, gobierna obedeciendo? El representante sería una especie de médium que ejecuta y da concreción a mandatos populares que a veces son borrosos porque no todos sabemos de todo, pero que responden no a una cesión de libertad, sino a su conquista colectiva. Creo que esta visión de la representación hay que rescatarla. No hacerlo equivale, nuevamente, a ofrecer neciamente otro regalo a la derecha (neo)liberal, un regalo que, como siempre, ésta acepta gustosísima.

Y por cierto: esto de la relación principal-agente afecta también a la noción republicana de propiedad. En el mundo tardo-medieval, se entendía que la propiedad era entregada a los individuos en régimen de fideicomiso: “usted se apropia de ciertos recursos externos, tiene el derecho de extraer ciertos beneficios de su explotación, pero hay una serie de importantes cláusulas que nosotros, el pueblo soberano, establecemos que usted debe respetar”. ¿Qué cláusulas? “Pues las que exigen que su acto de apropiación privada de esos recursos no impida la satisfacción de las necesidades básicas de la gente, la que lo obliga a no agotar el recurso apropiado y a mantenerlo en buen estado, etc.”. En muchas ocasiones, esto se canalizaba a través de la monarquía: el monarca se convertía entonces en el “agente” del pueblo soberano, que actuaba como “principal” y que encargaba al rey que actuase, a su vez, como “principal” del propietario, el cual se veía forzado a dar un uso productivo, no rentista y no excluyente al recurso en cuestión. Así, en estos casos, el monarca era al mismo tiempo el agente del pueblo soberano y el principal del propietario, que debía cumplir las cláusulas que el monarca, por orden del pueblo soberano, establecía sobre el uso de los recursos.

Encontramos aquí, pues, una idea de “función social de la propiedad” que la tradición republicana proyectó hacia nuestros días y que, en parte, se ha ido manteniendo. Por ejemplo, el famoso artículo 27 de la constitución revolucionaria de México la recupera y ayuda a que se acoja también en el seno de muchas constituciones europeas de la segunda posguerra mundial. Gerardo Pisarello lo cuenta muy bien en sus libros, en los que también viene a sugerir que el neoliberalismo se ha encargado, precisamente, de de-constituir esta visión republicana de la propiedad, que había llegado hasta la segunda mitad del siglo XX y que tanto había molestado a las grandes y vengativas élites económicas. Pues bien, todo esto de la propiedad como relación fiduciaria tiene mucho que ver con la cuestión que poníais sobre la mesa de la representación, pues estamos hablando, nuevamente, de una relación principal-agente, en la que un principal deposita en el agente no libertad, sino el “simple” encargo de que realice ciertas tareas que se estiman esenciales para la vida en común.

Hay una línea de trabajo a la que has dedicado mucho esfuerzo junto con Daniel Raventós, Antoni Domènech y muchas otras personas: nos referimos a la propuesta de la renta básica o, como se dice en algunos países latinoamericanos, ingreso ciudadano. Nos gustaría que nos explicaras un poco en qué consiste esta propuesta y en qué sentido le podamos dar una lectura republicana.

La renta básica es un ingreso suficiente para cubrir las necesidades básicas de la vida que los poderes públicos pagan regularmente de acuerdo con tres principios: universalidad -la recibe todo el mundo-, incondicionalidad -se percibe con independencia de otras fuentes de ingresos o de cualquier tipo de actividad que podamos estar llevando a cabo- e individualidad -la renta básica la perciben las personas, no los hogares o las comunidades-. Yo creo que la renta básica hay que entenderla como uno de esos conjuntos de recursos que nos han de permitir situarnos en aquellas posiciones de independencia personal y, por ello, de invulnerabilidad social, que nos han de capacitar para aguantar la mirada de los demás, sin tener que agachar la cabeza porque resulta que dependemos de otros.

Pero es muy importante que no veamos la renta básica como una especia de panacea capaz de resolver todos los problemas por si sola: la renta básica ha de venir acompañada de otros recursos igualmente garantizados incondicionalmente: sanidad, educación, vivienda, políticas de cuidados, etc. Los partidos y movimientos sociales de izquierda que se acercan a ella apuntan a la necesidad de articular verdaderos paquetes de medidas que se perciban de forma incondicional, es decir, de entrada, ex-ante, por el mero hecho de ser ciudadanos de la República chilena o de la República española o catalana -el día que las tengamos-.

Pero ¿por qué es tan importante la incondicionalidad de la renta básica y de las prestaciones en especie que deberían acompañarla? Porque recursos incondicionales significan poder de negociación, capacidad individual y colectiva de alzar la vista y trazar proyectos de vida con libertad efectiva, sin miedo a interferencias arbitrarias por parte de otros actores. En cambio, cuando los recursos llegan solo cuando hemos caído en la pobreza y podemos demostrarlo ante la burocracia estatal, el recorrido de nuestras vidas es bien distinto: sencillamente, nos vemos obligados a acatar el statu quo -los mercados de trabajo capitalistas-, nos vemos forzados a aceptar la lógica de funcionamiento de este sistema y, en caso de no encontrar un empleador que nos explote -o en caso de que este no nos remunere suficientemente-, nos vemos impelidos a suplicar un subsidio. Como dice Guy Standing, las políticas de prestaciones monetarias de carácter condicionado nos convierten en verdaderos “suplicantes”: suplicantes de un empleo, suplicantes de un subsidio, etc. Y una vida libre exige, como lo dejó dicho Marx, que podamos operar sin tener que pedir permiso cotidianamente para sobrevivir -de ahí el título de la revista SinPermiso, a la que antes me refería-. En resumen, si queremos gozar de verdadera libertad republicana, necesitamos recursos incondicionales que nos conviertan en actores sociales independientes, capaces de tejer esa interdependencia respetuosa de los deseos de todos y todas de la que ya hemos hablado. De ahí la renta básica.

Es habitual que, en este punto, salte algún analista avispado y nos diga: “¡Ah, pero la gente no va a querer trabajar!”. En cambio, yo creo que la gran pregunta que debemos hacernos hoy en día es otra: la gente que trabaja -y, en este punto, cuando decimos “trabajo” nos referimos exclusivamente a “empleo”- ¿está realizando algo que realmente desea? ¿O se está dedicando a un trabajo que es “trabajo forzado” por la necesidad de aceptar y agarrarse a ese hierro ardiente que se nos “ofrece” y que es nuestra única vía de salvación?

Veámoslo desde otro ángulo: en el capitalismo hay dosis ingentes de trabajo oculto, de trabajo sepultado por la necesidad de aceptar eso que se nos ofrece -que se nos impone- en los mercados de trabajo. Hay multitud de tareas, remuneradas o no pero seguramente mucho más vinculadas a lo que somos o nos gustaría ser, que no podemos realizar por la sencilla razón de que, desposeídos, hemos de aceptar a la desesperada esos empleos que hallamos en los mercados de trabajo -cuando los hallamos-. ¿Podríamos tratar de calcular la cantidad de recursos, materiales e inmateriales, que se pierden por el hecho de no poder desplegar nuestras identidades a través de actividades que realmente vayan con nosotros, que realmente nos apetezcan, para las que realmente estemos capacitados y motivados? En este sentido, ¡el capitalismo es un sistema de una ineficiencia titánica!

Todo esto lo podemos poner en relación con el ideal del emprendedor, que tanto nos sulfura porque el neoliberalismo se apropió de él para atomizarnos y convertirnos en individuos-empresa. ¿Constituye la idea de “emprender”, en sentido amplio, algo consubstancialmente peligroso? Nuevamente: ¿nos hemos de desprender de esa idea y dejársela a la derecha, al (neo)liberalismo? Yo creo que no. Emprender proyectos de vida propios -por ejemplo, montar una empresa, articular una red de espacios autogestionados o mil cosas que se nos pueden ocurrir y que tengan que ver con nosotros, y que redunden en un beneficio para la comunidad-; emprender proyectos de vida propios -digo- es algo que está muy bien, que hemos de poder defender. Ahora bien -nos hemos de preguntar-, ¿qué porcentaje de chilenos -o de españoles- tiene la capacidad de emprender proyectos de vida propios? En otros términos: ¿qué porcentaje de chilenos -o de españoles- tiene realmente el derecho a emprender estos caminos? Seguramente lo tendría el conjunto de la población, si todos y todas contaran con recursos incondicionalmente repartidos para que todos y todas podamos escoger una vida y ponerla en circulación. De ahí la importancia de la renta básica.

Analizada desde este punto de vista, la cuestión de la disposición de la gente a trabajar cambia un poco, ¿verdad? ¿Realmente la gente no querría trabajar? ¡Claro que la gente no quiere trabajar en mercados laborales que te explotan, que te privan del derecho a voz y a voto! Bajo estas circunstancias, ¡obviamente que la gente puede sentirse poco incentivada al trabajo! De hecho, tendríamos un problema antropológico y político gravísimo si la gente viviese contenta y feliz en los carcelarios mercados de trabajo capitalistas. A decir verdad, no nos engañemos: ese problema lo tenemos. El otro día me decía un amigo que se sentía orgulloso y feliz de haber pasado todos los años que llevamos de crisis sin haber perdido el trabajo -en realidad, se refería al empleo, pero ya nos entendemos-. Dicho de otro modo, mi amigo me decía, sin ningún tipo de visión crítica con respecto al trabajo asalariado, que estaba contento de haber podido pasar todos estos años sin que le haya faltado explotador. Creo que es crucial que distingamos entre el “trabajo forzado” por la necesidad de aceptar lo que se nos “ofrece” porque estamos desposeídos, por un lado, y, por el otro, el trabajo, remunerado o no, libremente escogido y desarrollado con gente que deseamos tener cerca.

Por ello, el goce de unos recursos monetarios incondicionalmente conferidos constituye una palanca de activación de vidas realmente escogidas a las que podamos ir incorporando muchos tipos de “trabajos”, en plural y en las proporciones que realmente deseemos: trabajos que se llevan a cabo en el ámbito doméstico, formas diversas de trabajo voluntario -por ejemplo, en el campo de la participación sociopolítica y comunitaria-, y, por supuesto, también trabajo remunerado -quizá asalariado, pero quizá también trabajo llevado a cabo en el ámbito del cooperativismo, etc.-. La propuesta de la renta básica, pues, no está pensada para que la gente no trabaje, sino para que podamos deshacer vínculos de dependencia y relaciones de dominación, lo que ha de permitir que puedan aflorar todas las formas de trabajo, remunerado o no, que hoy en día son sepultadas por este liberticida sistema capitalista, que nos desposee y que, a través de esa desposesión, nos obliga a hacer aquello que disponen quienes tienen el mango de la sartén en sus manos.

Hay una discusión con otro grupo de pensamiento, que sostiene que lo que hay que hacer es reforzar el empleo público, por ejemplo, a través de la creación de puestos de trabajo en el aparato del Estado, el cual debería situarlos en sectores de la economía cuya expansión resulte deseable. ¿Qué discrepancias hay entre los defensores de la propuesta de la renta básica y los defensores de este “empleo garantizado” por el Estado? Nos gustaría que profundizaras un poco en eso.

Cuando antes he dicho que la renta básica no es una panacea y que hacen falta otras políticas de acompañamiento, me he referido a la importancia de la sanidad, de la educación, de la vivienda, de los cuidados, etc. Pero hay que añadir a esta lista de “otras políticas” la generación de empleo público por parte del Estado. Si lo controlamos entre todos y todas, el Estado puede adquirir una especial capacidad para detectar en qué sectores de la economía hay que generar actividad o qué otros sectores debemos ir abandonando. En otros términos: el Estado tiene una gran capacidad de regeneración de la economía, por ejemplo, fomentando el sector del cuidado del medioambiente. En este sentido, creo que es muy importante que la ciudadanía pueda valerse de un Estado que genere empleo público para construir una vida alrededor de espacios y actividades que nos reporten sentido. Ahora bien, lo que no podemos hacer es basar el nuevo consenso social en la idea de que el empleo público se convierta en la única instancia capaz de proporcionarnos ingresos. Además, es totalmente inviable que el Estado ofrezca empleo público, bien pagado y con sentido al conjunto de la población actualmente desempleada, excluida o empleada en condiciones precarias: ¡estamos hablando de millones de personas! Si el grueso del contrato social se basara en esto, volveríamos a las andadas: ¿dónde quedaría mi libertad a la hora de escoger un trabajo y una vida? En la práctica, la propuesta del empleo garantizado terminaría llevándonos al mismo punto. El Estado nos diría: “vayan ustedes al mercado de trabajo capitalista a buscar un explotador; si lo encuentran, pues felicidades, y si no lo encuentran, véngannos a ver, que ya les daremos algo para que se ganen ustedes un poco la vida”. Yo creo que esto, normativamente, es menos interesante que la dotación de herramientas que nos garanticen la existencia -una renta básica, por ejemplo- para que todos y cada uno de nosotros gocemos del poder de negociación que nos ha de permitir ir decidiendo, a lo largo de la vida y de acuerdo con nuestras cambiantes necesidades, qué actividades queremos asumir, y con quiénes -quizá también en y con el Estado, pero eso debería ser sólo una posibilidad entre muchas-.

El sindicalismo ha mostrado ciertas reservas en relación con la renta básica, ¿no es así?

Sí, así es. Ciertos sindicalismos -no todos- han dicho: “¡cuidado, que esto de la renta básica puede ser un elemento altamente atomizador!” Y es cierto que, políticamente mal conducida, la renta básica nos puede llevar a escenarios en los que tengamos a muchos individuos negociando en solitario en un mundo atomístico y disgregador de relaciones sociales. Es más: nadie ha dicho que la renta básica tenga que generar cultura obrera, del mismo modo que tampoco va a terminar con el cambio climático o con el patriarcado así, de un plumazo. La cuestión de la conciencia de clase, de una posible cultura del trabajo libre es algo que tendremos que seguir luchándola, material y simbólicamente, en todos los rincones de la vida social. Pero en caso de que todos y todas contemos con una renta básica, los efectos civilizatorios y emancipadores de esa cultura del trabajo libre podrían aumentar exponencialmente, pues contaríamos con verdadero poder de negociación para concretar esa cultura en entornos de trabajo y de vida más humanos. Sea como sea, lo que corresponde a las tradiciones emancipatorias contemporáneas es retomar, de la mano también de nuestros amigos sindicalistas, la crítica del (mercado de) trabajo asalariado propio del capitalismo, que es un (mercado de) trabajo que, sencillamente, explota. ¿Nos acordamos de eso? Yo no tengo claro que todas las izquierdas se acuerden de ello. No podemos ofuscarnos con el objetivo del pleno empleo, de la lucha contra el paro y la informalidad. ¿Para qué queremos esa lucha? ¿Para qué queremos esos empleos? ¿Para contar con la garantía de que vamos a ser explotados? Obviamente, no soy tan frívolo como para venir aquí a ensalzar las virtudes del desempleo y de la exclusión social, pero me preocupa la falta de consciencia, por parte de ciertos partidos de izquierda y centrales sindicales digamos que tradicionales, de que el trabajo que se “ofrece” ahí fuera, en los mercados laborales, no es más que una calamidad alienante y liberticida. Yo creo que habría que repensar el sindicalismo para orientarlo hacia esa idea de una lucha no estrictamente “laboral”, que ve el trabajo asalariado como un hecho inevitable, sino más “social”, que aspire a una crítica abierta al trabajo asalariado -recordemos que Aristóteles y Marx asociaban el trabajo asalariado a la esclavitud porque en él se nos obliga a delegar nuestra voluntad, nuestra libertad, en quienes controlan la unidad productiva- y que apunte a una idea de “vida digna” para la que es necesario que las gentes se hagan, nuevamente, con conjuntos de recursos incondicionales que les permitan pensar y poner en práctica proyectos verdaderamente propios. Por ello, resulta muy interesante encontrar a los sindicalismos luchando no sólo por un buen convenio colectivo en el sector, por ejemplo, del cobre -que lo han de hacer, ¡qué duda cabe!-, sino también por el acceso al agua, a la energía, a la vivienda, a la sanidad y a la educación, y, por qué no, a un flujo de ingresos incondicionales para todos. Como tú, Beatriz, nos has mostrado, el movimiento de los artesanos chileno de la primera mitad del siglo XIX, por mencionar un movimiento social propio de vuestro país, no aspiraba a domesticar el capitalismo tratando de garantizar que todos contaran con un trabajo -un empleo- explotador; los artesanos del XIX chileno, republicanos, proto-socialistas, aspiraban a nuevas formas de trabajo libremente asociado que sólo son posibles a través del acceso a (y del control de) ciertos conjuntos de recursos materiales e inmateriales. En la medida en que podamos replicar el espíritu de ese artesanado republicano y adaptarlo a los nuevos tiempos, los sindicalistas de hoy y los defensores de la renta básica nos podremos encontrar para instituir y practicar relaciones sociales compatibles con la libertad efectiva para el conjunto de las clases trabajadoras. Y esto es enormemente importante en un mundo en el que estas clases trabajadoras se hallan tan tremendamente fragmentadas. Pues todos compartimos una misma vulnerabilidad -todos acudimos desposeídos a la firma de los contratos-, pero nos cuesta mucho darnos cuenta de ello -las formas que adquiere la desposesión capitalista son muy diversas-. Luchas como la de la renta básica, precisamente por estar orientadas al conjunto de las clases trabajadoras, pueden permitir (re)articular una consciencia (de clase) colectiva que es crucial para descararnos, para empoderarnos todos y todas y pensar, todos y todas, no tanto cómo hacernos con un empleo que nos salve la vida in extremis, sino cómo conquistar nuestros propios trabajos, los que realmente queremos para nuestras vidas. De hecho, estoy a punto de publicar con Paidós un libro que lleva por título Libertad incondicional. La renta básica en la revolución democrática que gira, precisamente, entorno a todo esto. En él digo que estoy totalmente a favor del trabajo, pero del trabajo que realmente dignifica. Y dignifica el trabajo que dignifica, y el que no lo hace, sencillamente, no lo hace. Eso no podemos perderlo de vista. Para ello, necesitamos recursos para poder aspirar a trabajos verdaderamente escogidos, no a empleos impuestos a punta de pistola por el mercado de trabajo capitalista o por el burócrata del Estado que no nos pregunta a qué queremos dedicar nuestra vida.

¿Cómo valoras tú la tarea o desafío de la izquierda hoy en España y en Chile? En España, el 15-M parecía muy potente en su momento. ¿Tú crees que ha habido un avance o crees que la situación es más bien de estancamiento?

Hace algunos años, no muchos, nos mostraste, Beatriz, la fotografía de una pancarta muy linda que decía aquello tan polanyiano de “la economía al servicio de lo humano, no humanos al servicio de la economía” -creo que estaba colgada en la fachada de la Universidad de Chile, delante del Palacio de la Moneda-. Yo creo que cada vez somos más quienes, tanto en Chile como en España, somos conscientes de que hay un pacto social bienestarista -o la promesa del mismo- que ha quedado hecho añicos y que, además, las oligarquías no tienen la menor intención de reconstruir. Y esto genera muchísima indignación: de ahí salen movimientos sociales interesantísimos como, sin ir más lejos, el 15-M español o el movimiento estudiantil chileno -o, en España como en Chile, el movimiento por las pensiones, las luchas feministas, etc.-. Ahora bien, cuando algo así estalla, parece que nos invade a todos un imaginario digamos que “leninista”, digamos que “octubrista”, según el cual si no tomamos el Palacio de Invierno ahora mismo, estamos muertos políticamente. Y resulta que la realidad de las cosas es que los procesos son lentos -en el caso ruso, no olvidemos que la revolución de 1917 fue precedida por otra en 1905 que pudo ser vivida como un fracaso-, que hay pequeños asaltos institucionales que llevan de la mano logros modestos que, pese a esa modestia, pueden ser el anuncio o la semilla de giros sistémicos verdaderamente significativos. Ocurre, sin embargo, que, a ojos de ciertos impacientes, si no se toma la silla presidencial de forma inmediata, parece que nos hayamos instalado en un “ya veremos” permanente que no sirve para nada, y no es así.

Centrémonos en el caso español. Yo soy de los que opinan que el 15-M en España está por llegar. Existió, ciertamente, un verdadero big bang en 2011, pero ahora la cosa para nada está muerta. Para nada. En la actualidad, tenemos a multitud de actores y experiencias que van expandiéndose y empezando a tomar espacios e instituciones de muchos tipos. Y el gesto político es siempre el mismo: esos actores, esas experiencias sugieren que la aspiración ha dejado de ser la reforma de un capitalismo que se resiste a ser reformado, para pasar a apuntar a una subversión popular, todo lo lenta y tímida que queráis, de las formas de trabajo, de educación, de consumo, de reproducción, de sanación, de cuidados que hemos heredado del pasado. Y esa subversión se basa en una gran aseveración: “queremos -dicen cada vez más actores, y lo hacen de un modo cada vez más claro- vidas realmente escogidas”.

Me consta que en Chile, con todas las dificultades propias de estos procesos, hay un Frente Amplio que se abre camino, hay gente que articula sólidos think tanks de izquierda como Fundación Sol y, en general, espacios de encuentro colectivo que permiten que el descontento se vaya canalizando y concretando en cierta actitud propositiva. Yo creo que todo ello tendrá efectividad, en Chile y en España, en la medida en que no se trate de nuevo de intentos de introducir parches orientados a cubrir las necesidades más elementales de la población dentro del perímetro de un statu quo -capitalista- que no se toca. La épica de la resistencia sirve sólo para un rato. Los humanos no estamos aquí para, simplemente, resistir. Eso puede valer para unos pocos años, pero luego necesitamos ganar y disfrutar razonablemente de esos logros. Ante la evidencia de que el capitalismo chileno, como el español, no está dispuesto a pactos de ningún tipo, ese big bang de los “pingüinos” de 2006 y de 2011, que giró alrededor de demandas concretas en un sector concreto -el educativo-, pero que enseguida conectó con otros muchos ámbitos de la sociedad, ha ido y seguirá generando un imaginario que alcanza cada vez más espacios en los que nos mostramos cada vez más dispuestos a afirmar que no nos conformamos con las migajas sobrantes, sino que queremos la torta entera o, mejor dicho, el control del propio horno, pues quizá lo que queramos no sean tortas, sino algún otro tipo de alimento. ¿Y si nos atrevemos a decir que queremos poder decidir sobre el conjunto de nuestras vidas?

Sea como sea, es evidente que hay que trabajar en el corto plazo, pues hay situaciones de emergencia que requieren planes de choque de vigencia inmediata. Pero no hay que olvidar esa mirada de largo plazo que tiene que ver con la recuperación y reinterpretación del vínculo entre libertad y recursos que hemos visto que la tradición republicana siempre estableció, porque solo eso, creo yo, es lo que puede mantener viva la llama que encendió la gente que se atrevió a colgar la pancarta que decía aquello de “la economía al servicio de lo humano, no humanos al servicio de la economía”. Tengo la impresión de que hay verdaderos conjuntos de clases medias y bajas que están empezando a levantar esa mirada a ras de suelo para apuntar la vista hacia la aspiración a una vida sentida como propia. Por ello, no tiene sentido que “nuestros” partidos y sindicatos sigan ofreciendo medidas sólo de ultracorto plazo. Para el corto plazo ya está la Concertación, para el corto plazo ya está el PSOE: son especialistas en el hiperrealismo y, además, tienen profesionales muy válidos para todo ello. Nosotros, en cambio, sin descuidar el aquí y el ahora, sin desatender la emergencia social, deberíamos ser capaces de vincular esa intervención urgente -para parar desahucios, por ejemplo- con una abierta impugnación del grueso del sistema de asignación de recursos que vertebra nuestras sociedades. De hecho, queremos parar los desahucios, queremos un techo para todos, porque ello forma parte de un gesto colectivo que apunta a un “adueñaros de nuestras vidas” que a estas alturas es ya irrenunciable. La famosa “generación mejor preparada de la historia” entiende todo esto perfectamente.

Te agradecemos por esta conversación que nos ha iluminado mucho sobre cómo entender la idea de libertad para la contingencia actual y la lucha debemos empezar a dar desde la izquierda.