En la distancia que separa al personaje de la persona, entre la representación pública y la significación privada, la figura del padre y de la madre son tan irrelevantes como imprescindibles. Irrelevantes si se trata de personajes anónimos, carentes de importancia social, e imprescindibles en la función que ocupan adentro de la estructura familiar. Pero esta relación paradojal, digámoslo así, es un problema de adultos que tienen al hijo sin cuidado, porque, independiente de si los padres han logrado proyectar o no una trascendencia histórico-social, siempre constituirán para ellos un absoluto en el ámbito privado.
La literatura, por su parte, está plagada de relatos que buscan problematizar las relaciones dadas al interior de este núcleo, sobre todo hoy cuando abunda la producción de autoficciones que conforman ya un género en sí mismo. Y es que, así como tanto se gusta recordar a Tolstoi por su frase “pinta tu aldea y serás universal”, al escarbar en la especificidad de la propia familia son ineludibles los puntos de conexión con otras, y al pintar una familia tradicional cualquiera, pese a las obvias variaciones menores, se conseguirá entonces pintar a todas. Lo que cambian son los tonos, las intenciones de quienes se deciden por abordar este tema tan recurrente, en especial si la perspectiva narrada es desde el lugar del hijo. Así pues, por un lado es fácil caer en la tentación de exponer el resentimiento contra el autoritarismo de los padres, el ajuste de cuentas o la rabia; y del otro lado, glorificar a una de esas figuras, tributarlas exageradamente o buscar hacerles justicia a través de las palabras, como si se quisiera dar a conocer al mundo a una persona genial que ya no está y de la que nadie se percató mientras vivió. Por eso sorprende la publicación local de las novelas breves Íntima y El origen de todo de Roberto Appratto (Montevideo, 1950), incluidas en un mismo volumen por Bulk Editores, porque confirman lo contrario.
En Íntima, dedicada al padre, y El origen de todo, a la madre, Appratto reflexiona cómo ambas figuras ya muertas han repercutido en él, desde una mirada presente sobre los momentos pasados. Pero evocar los recuerdos de manera fidedigna es imposible y el autor lo sabe, más bien la memoria logra aparecer fugazmente en destellos fragmentarios bajo un estricto ejercicio formal de escritura que se auto impone, porque ante todo una novela es eso: una apuesta estética que no busca qué relatar sino cómo.
Íntima es un largo párrafo sin puntos aparte, con una prosa clara, sencilla y pausada, pero no por ello lineal, cuyo ritmo sostenido no decae en ningún momento y pasa de las reflexiones sobre el vínculo que lo ata a su padre a los lazos familiares, a la práctica de la escritura, a los rasgos de su personalidad y cómo influyó en él, para bien y para mal, con la certeza a priori de que será imposible asimilarlo en su totalidad. Y con la madre es igual, en El origen de todo busca dar cuenta de esa figura enigmática, presente en cada momento, pero con un mundo interior que se desconoce. Así entonces, el propósito de la primera novela será deshilvanar el encubrimiento de los recuerdos, mientras que en la segunda interpretar el silencio de la madre, lo que se encuentra detrás de esa imagen discreta que construyó sin intención para los otros y de la que, según nos cuenta, guardó lo mejor para sí. Es decir, en los dos casos se narra precisamente lo que en la vida cotidiana del autor era preferible callar, pero con el cuidado de evitar los lugares comunes y, sobre todo, resistirse a la blandura.
Pese a que las novelas originalmente fueron publicadas con veintisiete años de distancia –Íntima en 1993 y El origen de todo en 2020– la continuidad entre ellas es sólida, dialogan como si se hubiesen escrito a la par y el tiempo transcurrido no fuera necesario para madurar su prosa. El nudo interno que se desarrolla en cada una de ellas, lo que está puesto en tensión, es la proyección de la imagen observada por el hijo entre un afuera y un adentro que en el padre y en la madre operan de manera totalmente distinta. En el padre, el afuera está representado por ser un médico de prestigio que atiende a las familias de la clase alta uruguaya, reconocido por ser un tipo afable y desinteresado, cuya vocación por servir a los otros es su centro, mientras que el adentro tiene que ver con el autoritarismo en la imposición de sus gustos, con la música como vocación principal a la que se dedicó como un aficionado y con la subestimación constante de la madre tanto intelectual como en el trato cotidiano. En la madre, en cambio, el afuera está dado por la atención de los miembros de su familia, por mantener el funcionamiento del hogar, por su entrega sin recompensas que significó anular su desarrollo individual pero que no recriminaba a nadie, por su presencia espectral y silenciosa en los espacios habitados por todos, por una eterna soledad conversada que sin embargo carecía de interlocutor, mientras que, a diferencia del padre, su mundo interior era cultivado sin alardes ni demostraciones de conocimientos acumulados, aunque se hubiera recibido de profesora de piano y sus gustos los delineara en la elección de las películas que iba a ver al cine o con los libros que se decidía a leer. El padre, entonces, evocaba siempre al presente y representaba para el hijo la conexión con la cultura universal a través de la música que es imperecedera: Bach, Vivaldi, el tango; y la madre evocaba al pasado, a las tradiciones y la cultura local, porque no había nacido en Montevideo sino en Tacuarembó, y era portadora de esos saberes populares que se transmiten oralmente de generación en generación y que terminan por constituir la idiosincrasia de un país: las recetas de comidas o los dichos de campo.
Las preferencias artísticas de ambos eran distantes. El padre tenía un interés estético por la música que extrapolaba a otras artes, porque la sonoridad contenida en las obras estaba relacionada con lo que él entendía por belleza, mientras que en la madre era la memoria emotiva que despertaba una película o un libro, que valoraba positivamente por la capacidad de recordarlas con el tiempo y por hacerla conectarse con otras cosas, es decir, con su historia personal. En sus gustos, el padre buscaba la forma y la madre el contenido. Dos elementos cruciales también para la crianza de un hijo, que al imponerse por el argumento de autoridad llevan inexorablemente al conflicto. En dicho sentido, la juventud de Appratto no estuvo exenta de tener que sortear dificultades propias de la edad que culminaron en la rebeldía contra lo que se esperaba de él y que se expresó, por ejemplo, en el momento de tener que decidirse por una carrera para ingresar a la universidad. Los padres lo persuadieron para que eligiera una profesión tradicional y fue así como terminó en Derecho, pero al poco tiempo de matricularse desistió para seguir sus propios intereses, aunque ello significara decepcionarlos y que, en las discusiones por el rumbo que pretendía tomar, nunca terminaran por ceder para manifestarles su apoyo. Los padres no concebían que su hijo quisiera estudiar Letras en un instituto y que, con ello, se condenara a la pobreza. Así que Appratto comenzó a preparar el examen de admisión solo y con la doble presión de demostrarse a sí mismo, pero también a ellos, que su decisión era la correcta y que además su vocación estaba acompañada de aptitudes para ser docente y escritor. En esa prueba se jugaba su futuro y también validarse ante sus padres o, al menos, no sumar un nuevo fracaso que le pudieran enrostrar. Pero la ternura aparecía de forma insospechada. A días de tener que rendir el examen, mientras intentaba ordenarse para estudiar sin saber bien por dónde empezar, su padre fue a su pieza, se sentó en la cama de enfrente –la que ocupaba su hermano– y le preguntó si estaba nervioso. La respuesta era evidente, aunque no importante. Su padre le dijo que no estaba de acuerdo con lo que estaba haciendo, pero si iba a insistir tenía que plantarse frente a la comisión evaluadora y decirles “se van todos a la puta que los parió”. En ese gesto, donde quizá el orgullo del padre por el hijo estaba en que hizo valer su independencia frente a ellos, se despejaron todos los nervios y pudo concentrarse para conseguir con éxito pasar la prueba e iniciar su propio destino. Más adelante, sin embargo, sus diferencias crecieron y terminaron por distanciarlos, hasta que la enfermedad del padre volvió a unirlos mientras agonizaba producto de un cáncer. Pero si el padre representaba la autoridad sobre lo que el hijo debía ser socialmente, con la madre en el ámbito privado no encontraba refugio. Ella era reacia a las demostraciones de cariño, les negaba el afecto a sus hijos en palabras y gestos y, en cuanto a la crianza, estaba alineada con lo que imponía su marido. De niño, cuando Appratto salía a jugar a la calle, ella nunca le preguntaba adónde iría ni a qué hora iba a volver, lo educaba en libertad, como reconoce, y más tarde, durante su juventud, tampoco manifestaba satisfacción por sus logros ni alegría por la publicación de algún poema o por figurar en los espacios donde se desenvolvía. Habitaban mundos irreconciliables, condenados a la incomprensión, que se desarrollaban en cursos paralelos imposibles de encontrarse y que el hijo asumió con resignación. Pero cuando ya tenía su vida resuelta, hurgando en sus cosas, Appratto encontró una cajita escondida en su clóset con recortes de notas de prensa, de fotos y menciones de los lanzamientos de sus libros. Se sorprendió al ver que su madre llevaba un registro privado de lo que él hacía, porque nunca la había escuchado comentar a sus amigas de las cualidades de sus hijos, mucho menos de las propias. El orgullo que quizá sentía por él se lo guardaba para sí. Era, como en todo lo demás, algo que vivía en silencio. Y él también supo interpretarlo así, por eso no le mencionó nada, aunque estaba seguro de que estaba enterada de su descubrimiento. Ambos prefirieron callarlo, pero a partir de ahí la relación cambió, porque cierto rencor acumulado a causa de esa aparente indiferencia había sido redimido y en el destape de ese secreto, como con el paso del tiempo posterior a la muerte de su padre, pudo finalmente encontrar su lugar de hijo.
Alejandro Stevenson es integrante del Equipo Editorial de Heterodoxia