Si algo enseña la historia a las fuerzas de izquierda es que, en la defensa de la libertad y la república no hay nada garantizado, no hay carrera corrida. Nuestra historia es noble pero frágil, correcta, pero con más piedras en el camino que el de los que buscan proteger lo dado. Sin embargo, la victoria de Apruebo Dignidad en la primaria sobre la derecha consolidó un triunfo clave: los adversarios están más debilitados que ayer. En efecto, en el diagnóstico liberal dominante no cabía la revuelta social. Quedaron atónitos con el 18-O. Pierden no solo el control parcial de la agenda, sino que ceden su pilar constitucional siendo arrasados en el plebiscito. Hoy su candidato triunfante obtiene menos votos que el candidato derrotado de la izquierda.
No solo eso, hace únicamente un par de años atrás, los términos del debate político a duras penas lograban problematizar el carácter del Estado, las relaciones laborales, el modelo productivo y la mercantilización de los derechos sociales. Hasta hace poco, las fuerzas políticas relevantes solo discutían sobre quién era el heredero legítimo de la supuesta modernización económica. Hoy, sin embargo, más allá de algún rector universitario, no hay fuerza política que busque reconocerse como heredero y sus tensiones hoy son precisamente los candentes.
Y es que la derrota es siempre huérfana.
Y aquello no es una cuestión cualquiera: refleja la profunda fractura de eso que parecía ser una jaula de hierro de la legitimidad de la derecha. El tigre es, por ahora, de papel.
Pero esas fracturas solo abren oportunidades, no certezas. La izquierda debía levantar estrategia e hipótesis que permitan afinar su actuar para aprovechar la coyuntura favorable. Y lo hizo. El resultado de la elección del domingo dirimió cuál tesis tenía más fortaleza en esta pasada. La realidad no perdona ningún error teórico, decía Trotsky, y un sector sufrió una derrota importante derivado de una tesis (aún) sin correlato con la coyuntura.
Quizás, en resumidas cuentas, las hipótesis lo que debían dar cuenta era el carácter del sujeto que se comenzó a conformar el 18-O. Aquello era clave, pues ahí estaban las fuerzas dinámicas que habían logrado tirar abajo nada más ni nada menos que la Constitución.
Una de las estrategias políticas se sostenía bajo la hipótesis de un pueblo forjado en la protesta callejera, que rechazaba cualquier acercamiento con la moderación y que, si bien aún su tejido estaba en formación, demandaba acelerar la máquina contra los consensos pasados. No carecía de sustento esa visión: la aparición de dicho sujeto fue a partir de una gran revuelta social que, en menos de dos meses, había logrado cambios que ni treinta años de política palaciega habían siquiera llegado a acercarse a un triunfo. Además, el triunfo en la elección de constituyentes de la Lista del Pueblo daba mucha más fortaleza a esa hipótesis, por lo que todo, en efecto, parecía indicar que cualquier llamado que no fuera acelerar el cambio era sinónimo de claudicación.
Sin embargo, la tesis quedó al menos por el momento en entredicho. El resultado dio fuerza a la tesis alternativa que sostenía el Frente Amplio. El sujeto detrás del 18-O tenía una heterogeneidad política que no podía ser absorbida por un proyecto exclusivamente anclado en la revuelta y estética de la protesta callejera, que, aunque claro y consistente, no brinda un sentido de ecualización de sus diversas expresiones. No debemos con esto caer en la tentación de acusar a ese anhelo, en clave de seguridad y estabilidad con cambios como excesiva moderación. Más bien uno de los objetivos del proyecto socialista es precisamente la disputa por generar las bases materiales para que la ciudadanía pueda vivir en plena seguridad y no verse obligada a, presa de la incertidumbre, someterse a voluntades arbitrarias de patrones, señoritos y déspotas domésticos. Esa compleja dialéctica entre seguridad y cambio es, hoy por hoy, el terreno en que la izquierda disputa el poder. Incluso para la izquierda que se ancla en la protesta callejera de la revuelta.
Más intrigante es el resultado de la derecha. El triunfo de Sichel es precisamente el de la tesis que ha perdido todas y cada una de las batallas electorales con la ciudadanía. Pareciera ser que el votante de derecha cree que su ciclo de derrotas tiene menos que ver con sus ideas y más con sus representantes. La culpa es del mensajero, nunca del mensaje. Se equivocan otra vez.
El énfasis en el emprendimiento como fuerza latente y de la iniciativa privada como corazón de la reactivación puede convencer al gran empresariado y al votante de derecha preso de la inercia, pero no podrá disputar el sentido común, tal como no ha hecho en ninguna de sus disputas desde el 18-O.
¿Quiere decir que tenemos una victoria cercana? Ni mucho menos, la vereda de la izquierda ha optado por consolidar su espectro electoral, pero eso no puede implicar claudicar en su proyecto. No olvidemos quiénes han sido los causantes de esta revuelta: Ponce Lerou y su dinero que transformó la política de la república en parte de su holding, las pesqueras que pusieron a parlamentarios como sus testaferros en el Congreso, la explotación y destrucción socioambiental de las forestales, la acumulación rentista de las AFP y las ISAPRES, el rentismo de servicio público de los proveedores privados de educación. En fin, un nítido sector social que le debe explicaciones al país y que éste último debe volver a pensar, en la convención constitucional, bajo qué relaciones de propiedad y funciones sociales podrán, quizás, volver a funcionar.
En lo que a nosotres nos toca, solo podemos aportar y colaborar con el desafío de recordar, majaderamente, que estas reivindicaciones que hoy emergen son parte de una batalla histórica en que la libertad del pueblo se enfrentó a la libertad los señores de todas las épocas. Esa batalla tuvo sus actores presentes ayer, pero, como diría Gramsci, hoy lo único predecible es la lucha.
Equipo Editorial Heterodoxia