“Una innovación tan tardía es, de hecho, la moderna institución del capitalismo … y, sin embargo, tan adoptada como hecho fáctico en nuestro esquema de vida, que tenemos cierta dificultad en mirarla en perspectiva, y nos vemos a nosotros mismos dudando entre negar su existencia, por un lado, o afirmar que es un dato de la naturaleza sobre todas las instituciones humanas, por otro”
Thorstein Veblen
Si uno observa nuestro presente no sería una exageración decir que una de sus más claras características ha sido el ruido provocado por la inestabilidad y desestabilización de todo ese armazón político y económico que se mostraba tan sólido desde los noventa. La crisis del 2008 devino en un de evento que separó aguas: antes de la crisis la estabilidad y solidez del ordenamiento político-económico parecía representar la gran síntesis de la historia, el régimen que delimitada los horizontes de posibilidad tanto de sus defensores como de sus adversarios. La economía de mercado y la democracia procedimental se mostraban como un sólido matrimonio a partir del cual dos fenómenos prometían emerger: la expansión del bienestar material a todos los rincones de la humanidad (la integración de China y la India al comercio mundial marcaba no solo una señal de éxito sino de la posibilidad de construir un orden comercial verdaderamente mundial) y la extinción de los conflictos políticos y sociales que marcaron el siglo XX. Paz, progreso material, cosmopolitismo y democracia eran los resultados últimos de un capitalismo en plena expansión.
Sin embargo, durante la década posterior a la crisis, fue precisamente aquella promesa la que se extinguió. Es difícil encontrar hoy a alguien que señale que vivimos tiempos de certezas y de consenso. Más bien pareciera ser que luego del 2008 la palabra ‘crisis’ comenzó a ser utilizada para hacer referencia a los pilares político, doméstico, laboral, económico y ambiental sobre los cuales la moderna economía capitalista funciona y se despliega. En efecto, si en el capitalismo ‘todo lo sólido se desvanece en el aire’, hoy pareciera ser que es la solidez de su propia legitimidad la que comienza a desvanecerse.
Aquello no es algo menor. Joseph Schumpeter sostenía que el dinamismo capitalista (ese impulso a la competencia de mercado que fuerza a los productores a tener que innovar), fuente de cambios radicales en todas las áreas de la economía (de bienes y servicios, mercados, procesos productivos, formas organizacionales, etc.) únicamente podía existir en forma permanente si, debajo de dicha convulsión, existía la estabilidad de un sistema político y orden institucional. Para que haya cambio, debía haber estabilidad.
Sin embargo, no es la menor de sus características el que el capitalismo a medida que se despliega, supere sus antiguas fuentes materiales y sociales sobre las cuales existía. Weber, por ejemplo, rápidamente observó cómo el capital se emancipaba de sus bases originales de existencia. El moderno capitalismo racional se caracterizó precisamente por quebrar con las bases naturales y políticas sobre las cuales el capital emergió en un principio. La industria, la ciudad moderna y los ferrocarriles independizaron la lógica del cálculo de capital de los tiempos y espacios de la naturaleza (esa que se veía tan inexpugnable antes y que fuera superado por el capital). El moderno estado burocrático lograba quebrar los regímenes absolutistas y sus principios normativos, mientras que todos los principios éticos, como la protestante, sobre los cuales emergió el capital eran abandonados rápidamente por su propia facticidad.
Para el sociólogo alemán, dichos procesos de emancipación del capital de sus capas naturales, políticas y éticas eran pasos agigantados hacia la racionalización completa de la urdimbre social, permitiendo que el cálculo instrumental colonizara todas las esferas de la vida. Weber, como buen romántico melancólico, veía en dicha tendencia la conformación de una orden altamente productivo y eficiente, pero al (altísimo) costo de construir una sociedad de individuos carentes de densidad cultural y creatividad, una sociedad gobernada por ‘…especialistas sin alma, hedonistas sin corazón’.
Ahora bien, contrario a Weber, el capitalismo moderno de finales del siglo XIX, no resultó solo culturalmente problemático, sino una fuente de crisis e inestabilidades. El problema no era únicamente el costo subjetivo de construir una maquinaria económica que funcionara tan estructuradamente como un reloj, sino el hecho de que ese reloj comenzaba a no marcar hora alguna. Karl Polanyi, ya con la experiencia de la bancarrota del capitalismo victoriano a manos de las guerras mundiales y la crisis de 1929, diagnosticó el fenómeno: el proyecto donde el cálculo del capital se independiza y somete a sus pilares sociales, políticos y materiales (lo que denominó como la ‘sociedad de mercado’) era una utopía imposible. La mercantilización del trabajo generó una masa social precaria y dependiente, la desregulación del dinero generó las inestabilidades que condujeron a la crisis del 1929 y la mercantilización de la tierra comenzó el largo proceso de destrucción ambiental. Así visto, el capitalismo, a pesar de Schumpeter, no era solo compulsivamente desestabilizador en la arena económica, sino que también en la política y social.
¿Cómo podía suceder que un orden fuera tan endógenamente inestable? ¿qué tenía la sociedad moderna que la hacía tan frágil y proclive a las crisis? Durante el periodo de la posguerra (la ‘edad de oro’ del capitalismo), cuando el capitalismo vivió sus treinta años más productivos y socialmente estables que tengamos memoria, la pregunta por la estructura de inestabilidades del capitalismo era visto como una duda típica del siglo XIX y, por tanto, fue obviada.
Pero las cosas cambiaron a partir de los años 1980s. Luego de que el capitalismo rompiera, como lo hiciera en el siglo XIX, con los límites políticos sobre los cuales se había consolidado en la posguerra (estado de bienestar, regulaciones financieras, salarios gobernados corporativamente y planificación industrial), las mismas inestabilidades y paradojas que se vieron a fines del siglo XIX comienzan a emerger en pleno siglo XXI. Mientras el capitalismo despliega una novedosa revolución digital (modificando tanto las formas de producir, las relaciones corporativas de las empresas como las formas de comunicación), la economía general se estanca y entra en crisis a medida que la acumulación de capital sucede en forma crecientemente financiarizada, las desigualdades se profundizan y comienzan a emerger nuevas relaciones laborales precarias que el capitalismo no veía desde el siglo XIX.
Ese ese contexto, la pregunta por cómo se configura el capitalismo que ha desplegado esas tendencias vuelve a la palestra. ¿Qué fue de esa palabra olvidada por la ciencia social durante los noventa y que hoy vuelve urgentemente al debate público? La vuelta del ‘capitalismo’ al análisis social resulta no solo oportuno, sino estratégicamente decisivo. ¿Cómo pensar una estrategia política sin antes comprender las características contemporáneas del capitalismo y sus tendencias? Mal que mal esas tendencias son las que generan como resultado dichas inestabilidades sociales que hoy son el terreno de disputa entre el cuatro proyectos políticos: la restauración neoliberal (representado por Merkel), el nacionalismo reaccionario (Trump), el tecno-autoritarismo productivista (China) y un emergente proyecto democrático socialista (Sanders, Corbyn, etc.).
Como revista hemos querido centrar nuestro segundo número en el eje en torno al capitalismo. Para ello hemos contado con dos entrevistas, dos artículos y una traducción que ofrecemos en español. La primera entrevista es a la economista Cristina Carrasco, donde busca comprender la forma en que la economía feminista analiza el capitalismo y los puntos ciegos de la economía neoclásica para comprender las esferas que permiten al capital reproducirse. Centrar el eje en la esfera de reproducción (que incluye tanto la dimensión doméstica como medioambiental) permite iluminar un aspecto del capital que ha quedado conspicuamente ausente en los debates políticos tradicionales y que se ha transformado, como sostiene Fraser & Jaeggi (2018), en una arena central donde el capital despliega una forma de crisis específica: La super-explotación doméstica y la destrucción ambiental.
La segunda entrevista es al sociólogo Andrew Sayer, donde el académico explica las ideas centrales de su último libro Why we can’t afford the rich. Siguiendo los lineamientos de la economía política clásica (desde Adam Smith, David Ricardo, Henry George y Karl Marx), Sayer concluye que el capitalismo contemporáneo se caracteriza por una forma de acumulación improductiva y anclada en la apropiación de rentas vía el control privado de áreas claves para la reproducción social, desde el sector inmobiliario hasta el financiero. Ante un capitalismo rentista, Sayer propone un socialismo de mercado, que permita democratizar el excedente, sacándolo de su uso capitalista improductivo y redirigiéndolo hacia un orden económico ecológico y productivo.
El artículo de Paula Ahumada trae de vuelta al análisis crítico del fenómeno del dinero y del sector financiero. En efecto, no hay que olvidar que el sector financiero es el verdadero sistema nervioso del capitalismo y su análisis es una materia que, curiosamente, únicamente en la actualidad ha vuelto a ser de interés para el análisis social. Ahumada toma como base para su análisis el caso de la nacionalización del sector financiero durante la Unidad Popular y nos da luces respecto a la lógica y razones de su nacionalización. A su vez, y trayendo de vuelta los análisis de Jorge Ahumada y Aníbal Pinto, comenta los pilares centrales del orden capitalista de la segunda mitad del siglo XX, y cómo el asunto financiero era un pilar clave a politizar para pensar un nuevo modelo de desarrollo.
Mauricio Rifo brinda un artículo donde analiza críticamente el discurso dominante (tanto desde la tecnocracia neoliberal como una cierta izquierda actual) respecto al capital humano y la educación. No es novedad decir que gran parte de las instituciones internacionales señalan a la educación formal, traducida como ‘capital humano’, como la base para reducir la desigualdad y mejorar la productividad de los países. En cierta medida, el asunto del capital humano se ha transformado en una especie de deus ex machina que solucionaría todos los problemas que hoy presencian los países ‘en vías de desarrollo’. Rifo, amparándose en los recientes resultados empíricos y su propio análisis, busca desmitificar dicho discurso y recordar que los problemas que hoy experimentamos mal podrían resolverse vía únicamente mejorando los estándares educacionales.
Finalmente, Francisco Larrabe realizó una traducción de un artículo de la economista Mariana Mazzucato, donde busca traer de vuelta los debates, tan olvidados hasta por la economía heterodoxa hoy, respecto a la teoría del valor y cómo ésta sigue teniendo validez para explicar los principales problemas del capitalismo contemporáneo. El eje central de su razonamiento es que, similar al análisis de Sayer, el capitalismo actual engendra un conjunto de tensiones distributivas (aumento de las desigualdades), productivas (estancamiento y financiarización) y políticas (el auge de oligarquías que colonizan el sistema democrático) cuyo fundamento último tiene relación con la incapacidad del capital contemporáneo de crear valor y no solamente apropiarse de valor ajeno. Esto es un tema central. Si Marx consideraba que el elemento progresivo del capital era su capacidad de utilizar el plusvalor generado por el trabajo para expandir las capacidades productivas, Mazzucato diría que, hoy por hoy, el capital posee cada vez menos de ese principio ‘redentor’. El capital contemporáneo acumula excedente vía relaciones rentistas y reinvierte en forma improductiva, generando como resultado una gran concentración y centralización del capital (que genera un aumento de las desigualdades), un estancamiento económico (ausencia de reinversión del excedente en bienes de capital) y un ordenamiento oligárquico.
Como el lector podrá rápidamente observar, las situaciones que los participantes de este número describen del estado actual del capitalismo son muy similares a los que experimentamos en Chile. Pasado el periodo en que el capitalismo periférico nacional se erigía como un éxito para las elites y los organismos internacionales, hoy el estancamiento económico, la desindustrialización, la inserción extractiva en la economía internacional, las desigualdades, el endeudamiento y la precariedad laboral se hacen cada vez más evidentes en la población.
Hace casi sesenta años, el economista socialista Aníbal Pinto Santa Cruz escribió un libro llamado ‘Chile un caso de desarrollo frustrado’. El libro tenía una tesis central, que llamó la ‘gran contradicción’ del desarrollo nacional. Según sostuvo, el capitalismo chileno tenía dos dinámicas que eran inherentemente contradictorias. La primera era el estancamiento económico generado por el carácter rentista de la burguesía nacional y la hacienda. Con su acumulación rentista anclaban a la sociedad entera en un régimen económico incapaz de generar la base material para un mejoramiento general de la población. Eso no sería un problema si la estructura política y cultural de ese régimen fuera el estado portaliano y ‘el peso de la noche’. Sin embargo, sostenía Pinto, lo que caracterizaba al Chile de la época era el creciente desarrollo político de una base social demandando mayor inclusión y participación. Subdesarrollo económico y desarrollo democrático eran dos dinámicas imposibles de conciliar. Era una o la otra: o la base económica se desarrollaba al ritmo del desarrollo político, o el último debía someterse al régimen del primero.
Pinto hablaba de otro Chile, uno en un camino hacia la industrialización y donde la hacienda era un pilar económico y un agente político decisivo. Ese no es el Chile actual de desindustrialización y capitalismo los sectores de commodities. Pero la dinámica que describió entre el avance de la democracia y el estancamiento productivo del capitalismo no solo refleja la densa y profunda economía política a partir de la cual Pinto reflexionaba (y que hoy está tan conspicuamente ausente en la economía como disciplina en Chile), sino que resuena en el Chile actual, ese del rentismo extractivo que guía nuestro patrón de inserción, del rentismo financiero que inyecta capital a los grupos económicos y subsidia la demanda y del rentismo comercial que controla la circulación de mercancías. Esa tríada poco puede ofrecer a una creciente demanda de la población por eliminar las zonas de sacrificio, por sacar a las forestales extractivistas del sur, por desmercantilizar áreas claves de la reproducción social (pensiones, salud, educación) y por un cambio constitucional que elimine los pilares autoritarios que minan la democracia actual.
Es a Aníbal Pinto y la juventud y vitalidad de su análisis es a quien dedicamos este número.
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