Sebastián Pérez Sepúlveda
Doctor en sociología, EHESS
Investigador postdoctoral IRISSO,
Université Paris Dauphine / Paris Sciences et Lettres PSL
I. De la precariedad política del trabajo
Hace algunas semanas se publicó simultáneamente en 36 países, entre ellos Chile, el Manifiesto por la democratización del trabajo (1). Preparada originalmente por las investigadoras Isabelle Ferreras, Julie Battilana, Dominique Méda y firmada hasta la fecha por más de 5.500 académicos y académicas de diversos rincones del mundo, la columna vuelve a posicionar el trabajo en el centro del debate, en tanto revelador de la crisis y clave de transformación estructural de la sociedad post-pandemia. En lo medular, la columna insiste en tres direcciones: a) la democratización del gobierno de las empresas, incluyendo decididamente al trabajo, dado que son trabajadores y, fundamentalmente, trabajadoras quienes han asegurado las cadenas de producción, distribución y cuidado; b) la garantía de empleo en condiciones de justicia a través de la desmercantilización de sectores estratégicos para el sostenimiento ecológico y social de las comunidades; c) una estrategia de transición ecológica impulsada desde el Estado de cara al desafío climático, a través de inversiones públicas y obligaciones medioambientales y de democratización interna a las empresas, en particular aquéllas que recurran a financiamientos públicos (2). Son apuestas transversales que es necesario abordar desde las configuraciones nacionales y regionales, toda vez que estos desafíos se declinan de acuerdo a su composición estructural y sus coyunturas específicas.
En ese sentido habíamos planteado en una columna, la necesidad de discutir la democratización de las empresas en Chile, a partir de las consecuencias de la pandemia y su gestión política, como también en el marco del proceso de transformación más general que experimenta el país desde la revuelta popular de octubre y el debate constitucional (3). En particular, insistíamos en que el mecanismo de protección del empleo al que se acogían unilateralmente grandes empresas, dejaba una vez más al descubierto la exclusión sistemática de las y los trabajadores de toda decisión al interior de las empresas, incluso en materias que les atañen directamente. Sin embargo, la imaginación empresarial iba más allá: no se trataba sólo de suspender contratos, sino de repartir, al mismo tiempo, utilidades millonarias entre los accionistas. Cencosud marcaba la pauta anunciando el reparto del 80% de sus utilidades, al tiempo que algunas de sus filiales habían decidido proteger el empleo de miles de trabajadores. Pocos días después y para “contribuir a la convivencia social” el grupo decidió retractarse… de la suspensión de contratos, no del reparto de utilidades. El escándalo mediático motivó la tramitación de una ley corta que, pese a la oposición del gobierno, prohibió la repartición de utilidades en sociedades anónimas y grupos de empresas que se acogieran a la suspensión de contratos. Sin embargo, la controversia persiste, ya que varias constructoras estarían legalmente habilitadas para repartir utilidades, gracias a la tardía promulgación de la normativa (4).
Más allá de estas astucias empresariales, notemos que la discusión pública gira fundamentalmente entre actores de la élite política y económica (5). Lo mismo ocurre con el eventual rescate a empresas consideradas estratégicas: el debate circula entre los mismos actores y se concentra en su validez normativa y las constricciones que podría imponer el Estado (donde, dicho sea de paso, no figura la democratización interna). Todo pasa como si, tratándose de “empresas” (más aún, de grandes empresas) quienes tienen parte en la discusión son los representantes del capital y del Estado. La fuerza de trabajo es sistemáticamente invisibilizada: pese a ser parte constitutiva de cada una de las empresas, no tiene parte en la dirección de éstas, menos en la discusión pública; con suerte mira el debate por televisión o lo sigue a través de las redes. Los sindicatos, cuando han logrado constituirse y resistir, juegan un rol de denuncia de las prácticas empresariales, pero son arrojados una y otra vez a los laberintos de la justicia laboral.
Es cierto que la crisis pone al descubierto la fragilidad estructural del mundo del trabajo, que rápidamente se ha traducido en incertidumbre y pobreza para la gran mayoría de los hogares. Sin embargo, es importante hacer notar que esta precariedad material es consecuencia de una profunda precariedad política del trabajo, en la medida que carece de mecanismos adecuados de representación y de movilización que le otorguen una existencia propiamente política en la sociedad y al interior de las empresas. La irrelevancia de la CUT es elocuente. La fragmentación estructural de los colectivos de trabajo, reforzada por el modelo de relaciones laborales, acompañan un autoritarismo empresarial que priva de todo derecho político al trabajo dentro de las empresas, quizás el enclave autoritario más invisibilizado de nuestra democracia neoliberal.
En lo que sigue profundizaremos en los argumentos que hacen necesaria una discusión sobre la democratización de la empresa. En primer lugar evocaremos algunos elementos de orden teórico, insistiendo en que la empresa debe ser considerada como una entidad política. En un segundo momento, esbozaremos los contornos de un posible debate en este sentido en Chile.
II. Por qué democratizar o la empresa como entidad política
La idea de democratizar la empresa no es monopolio del management participativo (Pausch, 2013). Forma parte del repertorio de emancipación obrera que se remonta al imaginario anarquista siglo xix, antes de ser enarbolada por el variado espectro socialista de inicios del siglo xx bajo la forma de democracia industrial. Más tarde, durante los años 60 y 70, tendrá un nuevo impulso a través de prácticas y teorizaciones en torno a la autogestión obrera – y que encontrará su expresión chilena en la experiencia de los cordones industriales. La hegemonía neoliberal impondrá una redefinición autoritaria de la empresa capitalista, recentrando sus fines en la acumulación como su única “responsabilidad social”, al decir de Friedman (6), no sin introducir prácticas limitadas de participación, dirigidas a reforzar el involucramiento de la fuerza de trabajo y la eficiencia de los procesos productivos , todo haciendo parte de un nuevo espíritu del capitalismo (Boltanski & Chiapello, 1999).
Más recientemente, sobre todo a partir de las consecuencias de la crisis financiera de 2008, la filosofía y la teoría política han recobrado cierto interés en la crítica del trabajo y su organización capitalista. Sin ánimo de exhaustividad, podemos distinguir algunos intentos por redefinir la centralidad política del trabajo, articulando reflexiones desde el feminismo y la teoría crítica (Cukier, 2018; Déjours, Deranty, Renault & Smith, 2018), otros retoman más directamente la idea de democratizar la empresa, considerándola como una entidad política (Anderson, 2017; Ferreras, 2017; Landemore & Ferreras, 2016). Un gesto analítico recurrente en esta tendencia es someter a examen crítico la incongruencia normativa entre el gobierno autoritario de las empresas y el horizonte democrático al que adscriben las sociedades contemporáneas. Antes de evocar algunos argumentos en ese sentido, es importante definir la constelación de prácticas que envuelve esta noción.
La democratización de las empresas puede definirse desde distintos puntos de vista, considerando su sujeto, su objeto o las formas de participación que la encarnan (González Ricoy, 2010). En virtud del espacio, concentrémonos en el último aspecto. La democratización de las empresas puede comprenderse como un proceso que va desde un nivel inicial que consiste en el derecho de información de los trabajadores respecto de las decisiones que lleva a cabo la dirección, hasta un nivel más acabado representado por las cooperativas, en las que los trabajadores controlan en igualdad de condiciones los diversos aspectos de la empresa (propiedad, gestión y beneficios). Entre los niveles intermedios podemos ubicar la regulación jurídica de la negociación colectiva – con sus distinto niveles de (des)centralización – y las formas de codeterminación que suponen la distribución del poder entre capital y trabajo, respecto de las decisiones fundamentales de la empresa. El modelo más conocido de ésta última es la Mitbestimmung de las grandes empresas alemanas, en las cuales la dirección ejecutiva (Vorstand) opera bajo la doble supervisión de trabajadores y accionistas reunidos en el Consejo de administración (Aufsichtsrat); si bien la última palabra recae en los accionistas, la fuerza de trabajo dispone de poder de veto en algunas materias. Un modelo teórico más ambicioso es el bicameramelismo económico que propone Isabelle Ferreras (2017), el cual consiste en un gobierno que reposa en dos cámaras representativas del capital y del trabajo, respectivamente, de modo que las decisiones fundamentales de las empresas – desde la conformación de la dirección ejecutiva hasta la definición de los fines, las estrategias y la organización de la empresa – deban contar con mayoría en ambas cámaras, asegurando la igualdad política de las partes constitutivas de la empresa.
Algunos de los argumentos basales del bicameralismo económico son atendibles para una discusión general de la democratización de la empresa. Uno de ellos consiste en observar la trayectoria secular del trabajo desde el espacio doméstico hacia la esfera pública. A través de la acción histórica del movimientos obrero y la legislación laboral, el trabajo ha dejado de ser una cuestión privada para ser objeto de regulación pública, lo que se ha traducido en la invención de la propiedad social vinculada al estatus salarial (Castel, 2009) y en la fundamentación e institucionalización del derecho colectivo del trabajo. De esta manera, la propia trayectoria del trabajo da cuenta de un proceso de democratización que opera también, y pese a los límites, al interior de las empresas.
Otro argumento consiste en observar que la naturaleza del trabajo cambia de una sociedad industrial a una sociedad de servicios. El trabajo no es solamente una actividad expresiva (que desborda cualquier reducción instrumental), sino también pública y política. Pública, porque la presencia del cliente en los espacios de trabajo transforma las expectativas de comportamiento recíproco de acuerdo a las normas de la esfera pública, lo que colisiona con las jerarquías internas de los espacios laborales. Política, porque las y los trabajadores evalúan las condiciones de trabajo flexible en términos de justicia: es una crítica política del trabajo, cuyo contenido revela una expectativa democrática respecto de la organización y la orientación de los procesos productivos (7). Lejos de ser un mero recurso, el trabajo moviliza una racionalidad política de justicia democrática que es también constitutiva de la empresa. Así, tal como los accionistas son inversionistas en capital, los trabajadores deben ser considerados como inversionistas de trabajo y participar en igualdad de condiciones en el gobierno de las empresas.
Sin embargo, estos argumentos no son teóricamente suficientes para defender por sí mismos la democratización del gobierno de las empresas, en la medida que no explican por qué el capital debería ceder su monopolio. Avanzar en ese sentido implica cuestionar la idea de empresa como entidad económica orientada exclusivamente a maximizar la ganancia, para comprenderla como una entidad política, que debe, a la manera del Estado, darle expresión democrática a cada una de sus partes constitutivas.
Las objeciones, como es esperable, son numerosas. Entre ellas, el argumento epistémico que enfatiza la falta de competencia de la fuerza de trabajo para dirigir la empresa, otro argumento similar plantea que la fuerza de trabajo acepta la subordinación al momento de firmar voluntariamente el contrato de trabajo o bien que empresa y Estado tienen fines diferentes y obedecen a criterios normativos distintos. Cada una de estas objeciones encuentran réplicas, ya sea poniendo en evidencia los límites reales de la libertad del contrato de trabajo o la equivalencia entre el argumento epistémico y la idea normativamente cuestionable de hacer depender la ciudadanía de determinadas competencias técnicas; incluso se discute la diferencia de fines entre Estado y empresa, poniendo en evidencia la estrecha definición de éstos en ambas instituciones (Landemore & Ferreras, 2016).
Los derechos de propiedad constituyen una última trinchera contra la democratización de la empresa, aludiendo a que ésta debe ser gobernada por quienes serían sus propietarios, en este caso, los accionistas. Lo que también es discutible (González Ricoy, 2010). Una estrategia consiste en cuestionar el concepto de propiedad. Ésta puede ser concebida como un conjunto de derechos y responsabilidades sobre algo, cuya definición y articulación específica es convencional y de la que no se sigue necesariamente un derecho de control exclusivo. De hecho, en las grandes empresas los derechos de posesión y control están separados y distribuidos entre algunos actores, por lo que no habría razón para excluir otros como los trabajadores (Landemore y Ferreras, 2016). Sin embargo, un elemento quizás más relevante es que, más allá de lo que signifique propiedad, el argumento que la defiende confunde dos realidades:
“La empresa no es la propiedad de nadie […] Puesto que los accionistas son propietarios de la empresa – se nos ha dicho – la finalidad de la empresa es maximizar la ganancia del accionista […] Los accionistas son sólo propietarios de acciones emitidas por las sociedades comerciales que sirven de soporte jurídico a las empresas, no son propietarios de las empresas. No se puede razonar en relación a la gran empresa como si fuera el objeto de una propiedad.” (Robé, 2009: 33-34)
La distinción clave entonces es entre empresa, en tanto organización, y corporación o sociedad, que remite más específicamente a la entidad legal o persona jurídica que organiza los inversionistas de capital. La empresa no es objeto de propiedad, esta cualidad compete a la entidad jurídica, la que es propietaria de activos de la empresa, no de la empresa en sí misma. Por lo demás, la entidad jurídica tampoco le pertenece a los accionistas, éstos son sólo propietarios de acciones, cuyas implicancias en términos de derecho son convencionales y sujetas a redefinición. Al reducir la empresa a la entidad jurídica, el argumento basado en los derechos de propiedad opera una Reductio at Corporationem (Ferreras, 2017). Se trata, en otras palabras, de una metonimia equívoca que convierte la propiedad de una parte (las acciones) en la propiedad – imposible – del todo (la empresa). De ahí que, por lo demás, la democratización de la empresa no constituye stricto sensu una expropiación.
Además de la eficiencia y las externalidades positivas de las empresas organizadas democráticamente (Gonázalez Ricoy, 2010), existen, como vemos, una serie de argumentos que permiten cuestionar el monopolio capitalista del gobierno de las empresas. Varios de ellos están en la base de la teoría política de la empresa, donde tiene lugar el modelo de bicameramelismo económico (Ferreras, 2017). Para nuestro propósito más relevante que discutir el detalle de este modelo es atender el alcance de la crítica que la sostiene: la empresa no le pertenece al capital, el gobierno autoritario de las empresas no es sólo moralmente deplorable, sino también carente de justificación normativa.
III. La empresa capitalista o el silencioso enclave autoritario en Chile
La democratización política de la empresa es un debate más bien ausente en Chile. La experiencia histórica de los cordones industriales parece arrojada a un pasado lejano y por muchos desconocido. Este destino, sabemos, no es casual.
La transformación neoliberal de la sociedad chilena ha producido dislocaciones sociales profundas, entre ellas, en la naturaleza del trabajo. El Plan laboral y otros decretos afines flexibilizaron la gestión del trabajo y restringieron los derechos colectivos, facilitando la adaptación de las empresas a través de la reducción de los costos laborales. En ello, la subcontratación ha jugado un rol estratégico, fragmentando además los procesos productivos y los colectivos laborales. Durante las décadas posteriores, la supeditación de las reformas laborales a la competitividad de las empresas se ha traducido en la institucionalización continua de la flexibilidad laboral y la precarización del trabajo.
Son transformaciones cuyos efectos simbólicos no son menores. Si bien la trayectoria anterior del trabajo no decantó en la sociedad salarial de los Estados de bienestar europeos, lo cierto es que el trabajo había dejado de ser una cuestión privada para transformarse en un mecanismo relevante de integración social, a través de un sistema de estabilidad relativa de empleo y avances en derecho colectivo (Rojas, 2007). En este marco, el trabajo y los sujetos colectivos que lo encarnaban adquirían una existencia legítima en la esfera pública que se radicaliza durante la Unidad Popular. Observada desde esta perspectiva, la refundación neoliberal de la ley laboral revierte abruptamente el tránsito secular del que había sido objeto el trabajo, reubicándolo al interior de un espacio económico reconstituido a la imagen del mercado, delimitando sus actores y lógicas de acción al ámbito de la empresa. Si bien es discutible la adhesión subjetiva al modelo laboral, lo cierto es que los sentidos del trabajo se bifurcan entre una inscripción abstracta en el mercado del empleo y la proliferación de sentidos cada vez más individuales (Stecher & Godoy, 2014, Araujo & Martuccelli, 2012). El conjunto de estas transformaciones decantan en una desarticulación durable de los sentidos colectivos del trabajo que ha operado como telón de fondo de su precarización material y política (Pérez Sepúlveda, 2019).
En la otra vereda, el relato hegemónico ha enfatizado la adaptación de las empresas a la economía global como paradigma de modernidad y ha hecho del empresariado el héroe de la llamada modernización económica (Montero, 1997). Es un relato hegemónico que ha perdurado durante décadas, aun cuando ha comenzado a resquebrajarse, sin desmoronarse completamente. Sin embargo, antes que la limitada modernización de las empresas (Ramos, 2009) o la realidad de los grupos económicos – que lejos de toda épica han contado con condiciones privilegiadas de apropiación y acumulación (Gárate, 2013) – la crítica social se ha concentrado en los escándalos de corrupción política, en el reiterado abuso de los consumidores o en el daño socioambiental de los territorios. Lo que sucede al interior de la empresa ha tendido a permanecer ajeno a la crítica colectiva.
Notemos que si bien la realidad del régimen autoritario de empresa fue identificado hace más de treinta años (Díaz, 1990), la crítica progresista ha evitado sistemática la estructuración interna de la empresa, apuntando a raquíticos intentos por “emparejar la cancha” sin trastocar el Plan laboral o por asegurar derechos individuales frente a condiciones que son impuestas por el empleador. Más recientemente, la crítica social al neoliberalismo que estalla en octubre parece también detenerse a las puertas de la empresa. En su multiplicidad, la demanda por dignidad traduce las dificultades de vivir en una sociedad que ha mercantilizado radicalmente los derechos sociales, antes que las condiciones precarias de trabajo y empleo o los abusos laborales. Desde luego, esta situación va de la mano con la desarticulación de los sentidos colectivos del trabajo, toda vez que grafica la ausencia de referencias normativas a partir de las cuales elaborar y proyectar colectivamente la crítica del trabajo. En tales circunstancias, la empresa capitalista permanece como un silencioso enclave autoritario.
Sin embargo, existe una serie de elementos que, considerados en conjunto, delimitan un espacio crítico en el que la democratización de la empresa puede ser un elemento de articulación relevante.
En primer lugar, el modelo de relaciones laborales no sólo niega la autonomía de la fuerza de trabajo, niega también la naturaleza del conflicto inherente a los espacios laborales. Sin mecanismos institucionales adecuados, el conflicto desborda los cauces regulares o bien se “gestiona” individualmente. En ambos casos, los costos son altísimos para las y los trabajadores. De hecho, la experiencia generalizada de desmesura laboral como transgresión continua de los propios límites, se sostiene en la percepción de exigencias laborales crecientes y no negociables (Araujo & Martuccelli, 2012). Sin embargo, pese a la urgencia de la ampliación de los derechos colectivos, es imposible no reconocer el desacople entre los aparatos sindicales que la sostienen y la mayoría de trabajadores a los que pareciera no interpelar ni movilizar. Aquí la democratización de la empresa puede aportar un marco de sentido que permita articular ambas realidades. Se ha argumentado que una negociación colectiva robusta no sólo permite una mejor distribución de la riqueza, sino también contribuye al sostenimiento de una sociedad democrática (Ugarte, 2014). La negociación colectiva es una herramienta de democratización, avanzar en derechos colectivos es avanzar también en democratización de la empresa.
En segundo lugar, las ciencias sociales han mostrado cómo los diversos mecanismos de flexibilidad son aplicados de manera simultánea, masiva y unilateral por parte de los empleadores, sin prever instancias de participación de la fuerza de trabajo (Ramos, 2009; Echeverría & López, 2004). Lo que resulta son espacios laborales altamente jerarquizados y burocratizados, donde prima la verticalidad del mando o el formalismo de la regla (Araujo, 2016). En este contexto, escenas como la del maltrato en el restaurant La Piccola Italia en 2019 son mucho más recurrentes de lo que se imagina. El abuso laboral y sexual es una experiencia ordinaria en el mundo del trabajo, pero que encuentra también situaciones límite, como las siniestras prácticas de tortura aplicadas por el empresario Hugo Larrosa y los suicidios como el del trabajador Rolando Venegas Yáñez en la empresa Fruna en 2017. Experiencias como éstas no sólo dan cuenta de las consecuencias extremas del autoritarismo que reina en los espacios laborales, sino que hacen de la democratización de las empresas una necesidad imperiosa.
En tercer lugar, si el autoritarismo de los espacios laborales genera problema es también porque existe mayor sensibilidad a los abusos. De hecho, las denuncias por acoso laboral y sexual recogidas por la Dirección del Trabajo no han dejado de crecer en los últimos años. Esta sensibilidad responde a una transformación silenciosa, pero no menos perceptible, que Martuccelli y Araujo (2012) llaman democratización del lazo social y se traduce en demandas de mayor horizontalidad de las relaciones sociales. Es una transformación transversal que alcanza también los espacios laborales. Se manifiesta más concretamente en los ideales de jefaturas más horizontales y cercanas que movilizan los individuos en el trabajo (Araujo, 2016), pero también ha encontrado expresiones colectivas, por ejemplo, en las demandas por igual trabajo, igual salario tanto del movimiento feminista como de las movilizaciones sindicales en contextos de subcontratación. Estos elementos dan cuenta de un arraigo cada vez más visible de principios de justicia igualitarios que recorren, a contrapelo del autoritarismo, el mundo del trabajo, constituyendo un resorte fundamental de la democratización de la empresa.
En cuarto lugar y pese al relato hegemónico, la definición de empresa está hace varios años en disputa en Chile, a partir de problemáticas distintas, pero complementarias. La desconcentración que ha caracterizado los entramados productivos a partir de los años 80, sobre la base del decreto de ley 2.950 que “derogó la Ley 16.757, que prohibía en forma absoluta que los trabajos inherentes a la producción principal y permanente de una industria fuesen efectuados por contratistas y concesionarios. Esta prohibición introducía a todas luces una rigidez inaceptable en la economía” (Piñera, 1990: 46). Espíritu que reproduce la ley de subcontratación (20.123) al no prohibir la externalización de las actividades del giro principal, práctica que no ha dejado de crecer (ENCLA, 2014). Si las actividades del giro principal son externalizadas, cabe la pregunta razonable de lo que define una empresa.
El Código laboral chileno “resuelve” esta problemática desde la ficción jurídica de la identidad legal determinada o RUT. A diferencia del derecho comercial que no reconoce la existencia jurídica de la empresa (Arteaga, 2002), el Código laboral identifica la empresa en tanto organización con la persona natural o jurídica que la dirige. Extravagancia jurídica que lleva al extremo la reducción de la empresa a la entidad legal y que, lejos de toda inocencia, facilita la separación entre la empresa-rut que acumula las utilidades y las que gestionan la fuerza de trabajo. Si bien la jurisprudencia en materia de “multirut” había supeditado la identidad legal a la doctrina del levantamiento del velo corporativo o el principio de primacía de la realidad (Ugarte, 2013), la ley 20.760 refuerza más bien la figura del empleador, estableciendo como elemento definitorio la dirección laboral común, además de otros elementos adicionales, lo que dificulta aún más a los trabajadores a la hora de demostrar que dos o más “empresas” son en realidad una.
Estas controversias manifiestan la contingencia que recorre la definición de empresa, donde se conjugan realidades concretas y ficciones jurídicas. Contingencia que describe un terreno problemático en el cual no sólo está en juego su definición específica, sino también su composición y organización, donde es posible disputar la necesidad de su democratización.
Sin embargo, la crisis sanitaria actual agrega otra dimensión fundamental a la hora de definir qué es una empresa. Como ya habíamos insistido (8), la gestión política de la pandemia con las consecuencias socioeconómicas que conocemos ponen al descubierto que lejos de constituir una realidad natural, la economía es ante todo un campo de relaciones sociales irreductible a la ficción artificial del mercado. Funciona y opera a través de todo un entramado social y político que la sostiene y le da una forma determinada, privilegiando determinados intereses sociales en detrimento de otros. En este contexto, la cuarentena total que se ha decretado en varias ciudades del país, radicalizan lo que las cuarentenas parciales ya habían comenzado a poner en evidencia: sin trabajadoras y trabajadores, no hay empresa. Dicho de otra manera, la propiedad del capital (acciones, activos) no son suficientes para hacer empresa, la fuerza de trabajo, propiedad de trabajadores y trabajadoras, es allí constitutiva. Sin justificaciones normativas que aseguren el monopolio del capital en el gobierno de la empresa, su democratización es no sólo deseable, sino también necesaria.
Este conjunto de elementos define los contornos de un debate urgente, pero aún ausente en Chile. Este ejercicio es una invitación a avanzar en esa dirección, a la luz de las consecuencias sociales y económicas de la pandemia y del proceso constituyente que inauguró la revuelta de octubre. Se trata, por cierto, de un debate que excede la academia, la democratización de la empresa sólo tiene sentido en la medida que interpela y es apropiada por los actores sociales. Si bien hemos insistido en que la precariedad política del trabajo resulta en parte de la ausencia de lenguajes que permitan articular demandas individuales y colectivas, pensamos que la democratización de la empresa puede jugar un rol estratégico en tanto horizonte de confluencia posible de las luchas laborales. Se trata de imaginar un futuro democrático en el que trabajadores y trabajadoras dispongan de derechos políticos dentro y fuera de la empresa, reanudando quizás los hilos de una historia interrumpida, pero que resuena aún en algún lugar de la memoria.
Notas al pie:
1. Fue publicado en medios como Le Monde, The Guardian, El Diario, Il Manifesto, The Boston Globe, Die Ziet, Le Soir, La Folha de Sao Paulo, Ambito, Radio Universidad de Chile.
2. Para más información: www.democratizingwork.com
3. https://radio.uchile.cl/2020/05/10/democratizar-la-empresa-un-horizonte-politico-del-trabajo/
5. Se trata, sabemos, de distinciones porosas que incluyen también posiciones privilegiadas en la esfera pública, ya sea en los propios medios de comunicación como en los centros de estudio hegemónicos.
6. “The Social Responsibility Of Business Is to Increase Its Profits”, The New York Times, 13 de septiembre de 1970.
7. Quepa mencionar que este argumento reposa en una investigación sociológica centrada en la experiencia de cajeras de supermercado, considerada un caso crítico, en tanto equivalente funcional del trabajo obrero de la sociedad industrial (Ferreras, 2007).
8. https://radio.uchile.cl/2020/05/10/democratizar-la-empresa-un-horizonte-politico-del-trabajo/
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