Lo que estalló el 18 de octubre no fue una revolución. No fue una demanda clara, ni un golpe de Estado como muchos conservadores señalan. No fueron los partidos políticos, ni agentes venezolanos agitando al pueblo. Fue simplemente el hastío de la población ante un modelo que funciona bien solo para algunos.
Poco antes del estallido se aducía que Chile era como un país europeo. Que era un Mercedes Benz que requería unos poquitos ajustes. Efectivamente. Si uno va a los clusters que se han ido formando en la parte alta y norte de Santiago, pero también en algunas ciudades, a donde los ricos han migrado sus colegios, sus clínicas y tiendas exclusivas, sorprende la perfección y belleza del pavimento, los jardines y la conexión con la naturaleza.
En las poblaciones, sin embargo, es dramática la escasez de espacios verdes, el hacinamiento y lo peor, el maltrato y la falta de ley. Sin embargo, los pobres salen todos los días de la periferia, se montan en el transporte público y se dirigen, la mayoría de las veces, en un viaje a Europa sin salir de los límites nacionales. Ciertamente entienden cómo viven los europeos, aunque no conozcan los lugares in situ. Y aunque el mercado les ha dado la posibilidad vía crédito, de conocer nuevos horizontes, la mayoría sabe que su calidad de vida en Chile no va a cambiar y que la situación en nuestro país es brutalmente desigual.
Sin embargo, desde la perspectiva del 1% de mayores ingresos, todas las desigualdades las resuelve o corrige eficientemente el mercado. Y ese mantra ha calado tan hondo que una parte de los pobres ha buscado una vía informal para poder ascender socialmente. El mercado de la droga ha crecido y mutado volviéndose más violento y avasallando todo a su paso. Por cierto. En el estado de naturaleza manda la ley del más fuerte
Los ricos, sin embargo, no lo han hecho nada de mal en este mismo sentido. Evaden impuestos y compran jueces y políticos, algo que es aún más dañino en el largo plazo que el mercado de la droga, aunque a la larga ambos puedan articularse. Y aunque los ricos están muy preocupados de la seguridad (su seguridad), sus acciones (no las de la bolsa, aunque también) afectan todavía en mayor profundidad a las instituciones que tanto protegen.
Estos últimos meses nos hemos percatado de que, si ya existía una sospecha respecto de la cooptación <> (en tanto ya existe la legítima) de la política por parte de los grandes intereses económicos, dichas sospechas presentan evidencias claras de quiénes son los verdaderos enemigos de la república. Una red de corrupción que lejos de ser excepcional, muestra los lazos del poder en su mayor transparencia.
Sin embargo, el dinero compra voluntades y cuando la gran mayoría de la población no tiene garantías vitales, ni derechos garantizados, es fácilmente comprable por ese 1% de mayores ingresos. Es así como los intereses de ese 1% se convierten en los intereses de todos. Y de ahí surgen consecuencias: ¿para qué participar en política si nada cambia? Si queremos un cambio y eso significa la huida de capitales y los grandes empresarios, de aquellos que “crean” trabajo, ¿no es mejor que todo siga igual? Bastante hizo la amenaza de catástrofe económica que se inició con el estallido social, profundizada por la pandemia y la continua letanía de que los retiros y el IFE afectaban la economía.
Las preguntas que surge a partir de estas críticas y amenazas son diversas y fundamentales. ¿Qué sentido tiene una economía que en momentos de catástrofe no puede utilizar el aparato y el dinero público para apoyar necesidades urgentes? ¿Qué sentido tiene una república que en momentos que requieren cambio, se ve amenazada en su soberanía política por la huelga del capital? ¿Qué sentido tiene una democracia que nos asume como iguales si la enorme concentración de dinero en unos pocos compra voluntades sociales y políticas?
Es mucho lo que hay que empezar a cambiar en ese sentido y es normal que en cinco años se haya podido avanzar muy poco. No es el deseo de estos párrafos adentrarse en el sin número de problemas sociales que venimos acarreando, sino dar cuenta de que, a cinco años del estallido social y la revuelta popular, el resultado posible no era otro que el que tenemos, en tanto el diagnóstico no existía, ni ha sido correctamente abordado por quienes queremos un cambio.
Si no planteamos un proyecto político coherente, con una demanda clara de igualdad y una propuesta económica posible que pueda hacer frente a los intereses cooptados por el gran capital, no veremos en un futuro nada más que disolución social o autoritarismo. Las únicas respuestas posibles hoy ante la crisis. En este octubre vuelve a ser tarea nuestra, como siempre y en palabras de E.P. Thompson, prefigurar la sociedad del futuro. Para eso, volvemos a encaminar este espacio de diálogo, para repensar nuestras posibilidades.
Salud, libertad y república.
Equipo Editorial Heterodoxia