Aleksandar Hemon y el problema de la civilidad
Cuando cursaba la secundaria en Sarajevo, mi mejor amigo era Zoka. Con él escuchábamos las mismas bandas, íbamos a los mismos conciertos de rock, nos reíamos de las mismas idioteces, jugábamos futbol juntos, esquiábamos en la misma montaña, nos gustaba el mismo equipo de futbol, hablábamos de chicas y nos emborrachábamos en el parque después de clases compartiendo la botella de intoxicante licor barato. Discutíamos de muchos temas, pero sobre todo de películas – a principio de los ochentas, y desde entonces, me consideraba un conocedor de cine, por lo que me sentía con el derecho a menospreciar las películas que a él le gustaban.
Después de la secundaria dejamos de frecuentarnos tanto como antes, aunque manteníamos la cercanía por medio de los partidos de futbol y las discusiones. Pero entonces, poco a poco y sin darme cuenta, Zoka se transformó en un ferviente nacionalista serbio. Reemplazó sus posters de bandas de rock por imágenes de santos serbios e imponentes generales de la Primera Guerra Mundial. Ya no citaba frases de películas sino del Gorski vijenac (La Corona de la Montaña), el poema épico del siglo XIX que exalta el justo exterminio de los musulmanes a manos de los serbios. Odié su conversión hacia la tradición nacionalista, completamente ajena al espíritu urbano de Sarajevo donde ambos habíamos crecido. Y se lo dije muchas veces, llegando al punto en que entrábamos en una espiral de discusión cada vez que nos veíamos. Para evitarme disgustos, entonces, a menudo insistía en dejar de lado temas “políticos” y en cambio centrarnos en hablar de futbol y películas, pero para cuando la guerra estalló en Croacia y las noticias daban cuenta de las atrocidades cometidas por el ejército serbio, fue difícil evitar el tema.
La última vez que estuvimos juntos en el otoño de 1991, la guerra en Croacia estaba enardecida. Discutimos durante horas, en las cuales insistió en que Radovan Karadzic, quien actualmente cumple una sentencia de 40 años de cárcel por genocidio, crímenes de guerra y crímenes de lesa humanidad, representaba los intereses del pueblo serbio y los suyos. Recuerdo casi en detalle mi meditada respuesta expresada con un grito que me quemó las amígdalas: “¡Váyanse a la mierda tú y el pueblo al que representa Karadzic!”
Para la primavera de 1992, Zoka abandonó Sarajevo y terminó con su novia para unirse como médico en el ejército serbio (era estudiante de medicina). Ella era de familia musulmana y no estaba, digámoslo, dispuesta a acompañarlo, por lo que se quedó en la ciudad. Tiempo después él le diría a uno de nuestros amigos en común que “ella escogió a su gente”. Nunca supe qué pasó con ella, pero su gente estuvo bajo ataque por más de mil días, en los que 11.000 de su gente, incluyendo más de 1.000 niños, fueron asesinados.
A pesar de todo, después de que arribé a Chicago en 1992, intercambiamos algunas cartas cargadas de “política”. En algún momento del verano de ese año, que fue extremadamente sangriento en Sarajevo, le escribí, en la que sería mi última carta, que Slobodan Milosevic, el presidente nacionalista de Serbia y de su Partido Socialista, quien fallecería en La Haya esperando juicio por genocidio y crímenes de guerra, era un nacional socialista; un Nazi. En su respuesta, Zoka le dio todo su apoyo a Milosevic, quien creía representaba también los intereses del pueblo serbio, y dijo que “Hitler hizo muchas cosas buenas por los alemanes”.
En una suerte de epifanía, comprendí que la carta estaba escrita en un lenguaje que ya no reconocía, en especial porque utilizaba un dialecto y una dicción más cercanas a Gorski vijenac que a nuestras viejas discusiones sobre películas. Estábamos tan distanciados ya, que todo lo que le pudiese decir no tendría ningún efecto en él, y mucho menos devolverme a quien yo creía era la versión autentica y original de mi amigo. Nunca respondí su carta ni volví a verlo otra vez, pero él sí le escribió una carta a mis padres (que habían sido amigos de los suyos). En ella dibujó un pequeño mapa que mostraba el asedio a Gorazde, una ciudad ubicada a 60 millas de Sarajevo donde él se encontraba desplegado, explicándoles orgulloso que a los serbios no les interesaba tanto la ciudad como sí poder capturar la fábrica de municiones cercana. Mi madre, quien me había implorado no terminar mi amistad con Zoka por asuntos “políticos”, derramó lágrimas sobre la carta porque el Zoka que ella conoció ya no se reconocía en ella. Yo también la leí. No solo estaba escrita por un extraño, sino por un enemigo, también.
A causa de lo anterior, mi relación con la guerra siempre ha estado marcada por una intensa emoción de fracaso al no ser capaz de ver lo que se avecinaba, a pesar de que todos los indicios estaban ahí, frente a mis ojos. Si bien Zoka fue muy activo en poner en práctica las ideas contra las que yo había discutido, mi actuar no fue más allá de los simples reproches y gritos a sus ideas fascistas. Me siento culpable, por así decirlo, por no hacer más, por insistir en dialogar con él y algunos otros amigos nacionalistas serbios, más tiempo de lo necesario, incluso cuando sus posturas – todas fáciles de identificar en la propaganda serbia – estaban siendo actualizadas en una operación criminal y sangrienta. Supongo que estaba cegado porque nuestra amistad había terminado, y ahora lo sé, mucho antes que dejásemos de hablar. Es por esto que aún siento culpa y vergüenza por mi cobardía e ingenuidad al creer que si manteníamos el diálogo, algo podría traerlo de vuelta. Mirando en retrospectiva reconozco que su odio y racismo siempre estuvieron presentes y que no tenía ningún sentido o beneficio continuar nuestra conversación. Llevaba mucho tiempo gritándole a un vacío humano.
Mis recuerdos de Zoka volvieron a inicios de otoño cuando se anunció que Steve Bannon1 encabezaría la cartelera del The New Yorker Festival y participaría en una conversación on stage con el editor en jefe, David Remnick. Mi molestia fue tal que me apresuré y di por hecho que para el The New Yorker la postura fascista de Bannon no era más que una diferencia de opinión que podía debatirse públicamente para el deleite intelectual de su audiencia. Todavía enfadado, imaginé un intenso pero respetuoso debate, una confrontación escenificada como un buen espectáculo de alta costura, con queso, vino y un mayor intercambio de ideas tras bambalinas. En mis tuits imaginé una fiesta después del debate en la que Bannon se codearía con osados administradores de fondos de inversión de alto riesgo, literatos de alto nivel y atrevidos fotógrafos de moda, donde de momento, a causa de las celebridades y su solidaridad, todas las discrepancias pasarían a un segundo plano y se reconciliarían con champán.
Me tomé la invitación a Bannon demasiado personal porque yo había publicado en el The New Yorker y participado de su festival en varias ocasiones. Me sobrepasaba un sentimiento de traición, pues me parecía que Bannon, el Gran Pensador del Nacionalismo Blanco, que había dedicado su vida a destruir y subyugar a personas como mi esposa, una afroamericana, y a mí, un inmigrante, como también a nuestros hijos, familiares y amigos, era bien recibido con un gran vaso de fino bourbon después de un estimulante debate sobre un Estados Unidos que él considera en peligro de extinción por culpa de personas de color e inmigrantes descontrolados. El The New York Time reportó que en su invitación a Bannon, Remnick escribió: “Estaríamos honrados de contar contigo”.
Sin embargo, a pocas horas del anuncio, y justo cuando mi rabia crecía más y más, buscando algo que romper, el The New Yorker desestimó invitar a Bannon. Remnick envió un memorándum al equipo explicándole las razones por las que quiso entrevistar a Bannon, y que comprendía que una conversación pública no era el formato adecuado. Consideré el razonamiento de Remnick alentador por su sinceridad y creencia en la verdad del periodismo, aún si bien yo seguía pensando que una entrevista on stage habría tenido inevitable y obviamente la forma de un intercambio de ideas. Es más, las diversas opiniones no se hicieron esperar, en Twitter y en las páginas del New York Times, planteando que vetar a Bannon significaba reprimir un diálogo necesario, que “nosotros” tenemos que interactuar con el “otro” bando, sin importar quienes pudieran ser nosotros y ellos. Y así, de súbito, Bannon resplandecía en las brillantes luces del mercado de las ideas (donde sea que esté), mientras yo buscaba, otra vez, qué romper.
La discusión pública suscitada por la exclusión de Bannon me confirmó que solo quienes están libres del fascismo y sus ideas son probablemente quienes piensan que podría ser beneficioso intercambiar ideas con los fascistas. Lo que para ese grupo de privilegiados no es más que un asunto de diferencias de opiniones potencialmente beneficiosas, es, para muchos de nosotros, un asunto de supervivencia básica. Lo esencial del fascismo (y su racismo) es que mata a personas y les destruyen sus vidas; y lo hacen porque ese es su objetivo.
Veamos la política de “cero tolerancia a la inmigración ilegal” de Stephen Miller2 y Donald Trump. La idea central del fascismo, presente en un pequeño repertorio de formas ya conocidas, es que existen clases de seres humanos que merecen el desprecio y la destrucción porque por alguna razón – genética, cultural, o la que sea – son inherentemente inferiores a “nosotros”. Cada miserable fascista, incluido Bannon, hace todo lo posible por poner en práctica esa idea, incluso si él (y por lo general es un él, pues el fascismo es una ideología masculina y, por tanto, inherentemente misógina) lo convierte en un discurso de victimización y autodefensa nacional. Dicen: ellos están contaminando nuestra nación, nuestra raza; ellos están destruyendo nuestra cultura; nosotros tenemos que hacer algo al respecto con ellos o moriremos. Desafortunadamente, el desenlace de la trayectoria ideológica fascista siempre acaba en el genocidio, como ocurrió en Bosnia.
Los efectos y consecuencias del fascismo, sin embargo, no están distribuidos por igual en toda su trayectoria. Sus ideas se aplican primero y mayormente sobre los cuerpos y las vidas de las personas cuya presencia dentro de “nuestro” dominio nacional está prohibida. En el caso de Bannon y Trump, ese dominio es nacionalista y blanco. En la actualidad sus ideas son infligidas sobre las personas de color y los inmigrantes que no las experimentan como ideas sino como violencia. La práctica del fascismo sobrepasa sus ideas, razón por la que las personas que se ven afectadas y menospreciadas, no están interesadas en un mercado de ideas donde los fascistas tengan un poder adquisitivo privilegiado.
El error con que Bannon encabezara la cartelera programática del The New Yorker Festival no habría estado en darle una plataforma para que escupiera su retórica de odio, pues la probabilidad de que convirtiera a alguien era la misma a que él viera la luz en la conversación con Remnick. El error catastrófico habría sido permitirle divorciar sus ideas de las prácticas fascistas en las que se manifiestan con brutalidad. La relevancia de Bannon no es en tanto intelectual sino como un (ex) ejecutivo que ayudó a construir la estructura del poder trumpista que encarcela a niños y desmantela los mecanismos de la democracia.
Por supuesto que no hay que olvidar nunca que el The New Yorker ha investigado de manera constante e implacable la mala conducta de trumpista, publicando reportajes decisivos e irreprochables sobre la destrucción de Estados Unidos por parte de la administración. De hecho, en su memorándum, Remnick insistía que su intención era cuestionar de forma tajante estas prácticas de Bannon. Aún así, compartir la marquesina con Zadie Smith o Haruki Murakami, habría permitido al Facista Bannon presentarse como un Hombre de Ideas.
Para interactuar adecuadamente con Bannon y los de su calaña, los nacionalistas blancos y supremacistas que actualmente pueblan y dan energía al gobierno estadounidense, deben ser identificados como lo que son: fascistas. Lamentablemente, gran parte de la prensa y medios estadounidenses que están en el lado oscuro de Fox News no se atreven a llamarlos fascistas. En parte se debe a una complicidad instintiva con la cultura del liderazgo y el culto a las celebridades. Pero también creo que se debe a un miedo insoportable a que la sociedad estadounidense, y las prácticas de las que ha dependido durante mucho tiempo para mantener una apariencia de democracia, estén siendo destruidas, y nadie sabe bien que hacer al respecto, salvo esperar ser salvador por Mueller3 y/o por el juicio político.
Si a Bannon se le llamase por lo que es, un fascista, el mercado de ideas tendría que afrontar la realidad de un gobierno que se está radicalizando a gran velocidad, donde lo inimaginable podría estar a la vuelta de la esquina, y que existen muchos caminos tentadores dispuestos a llevarlo a cabo. Pensar que todos estamos juntos en esto y que debemos seguir hablando, es peligroso, como lo fue mi compromiso con la amistad, porque podríamos estar desperdiciando tiempo y rabia enfrascados en un diálogo imposible de equiparar, en donde un bando está armado con ideas, y el otro con armas.
Es aterrador pensar que podríamos estar entrando en modo de guerra civil, donde ninguna diferencia y desacuerdo puede ser resuelto mediante la discusión. Es muy probable que no haya una resolución a la situación actual hasta que un bando sea completamente destruido tanto como poder ideológico y entidad política. Si ese es el caso, la lucha ineludible requiere que las fuerzas antifascistas identifiquen claramente al enemigo y se comprometan a derrotarlo, sin importar quienes sean, ni el costo asociado. Se acabó el tiempo de dialogar con los fascistas, incluso si pudiesen ser tu mejor amigo de la secundaria.
Aleksandar Hemon es autor de cinco libros, incluyendo The Book of My Lives y The Lazarus Project. Ha recibido la Beca Guggenheim y MacArthur, y el premio PEN/W.G.Sebald.
Publicado el 1 de noviembre de 2018 | https://lithub.com/fascism-is-not-an-idea-to-be-debated-its-a-set-of-actions-to-fight/?fbclid=IwAR0FAqGx-H3FcuVbV9TS_ShfH_04AqbWgl4-iD8zN-W-4tcqlfWMCOMegdA
Traducción: Francisco Larrabe (integrante Equipo Editorial – Revista Heterodoxia)
1 Ejecutivo de medios estadounidense, estratega político, ex banquero de inversiones y ex presidente ejecutivo de Breitbart News. Fue el estratega jefe de la Casa Blanca en la administración de Donald Trump, durante sus primeros siete meses de mandato. Ha estado a cargo de campañas políticas de movimientos latinoamericanos y europeos de derecha y extrema derecha.
2 Consejero superior en la administración presidencial de Donald Trump.
3 Robert Muller, abogado, ex director del FBI durante el periodo 2001-2013. En 2017 fue nombrado fiscal especial en la investigación contra Donald Trump y la presunta intervención electoral por parte de Rusia en la campaña presidencial de 2016.