imagen sacada de: https://www.chronicle.com/article/thorstein-veblen-and-the-myth-of-the-academic-outsider

¿Es virtuoso el crecimiento económico?

Sí, y necesario también. ¿Pero genera una sociedad justa?

La Teoría de las Clases Ociosas de Thorstein Veblen se recuerda más por la frase “consumo conspicuo”, que por su argumento más general. Sin embargo, Veblen hizo una contribución útil al continuo debate respecto de los fines y los medios del crecimiento económico. Desafiando una economía ortodoxa dominante que por ese entonces consideraba al progreso material como un fenómeno emergente nacido de individuos que satisfacen sus “preferencias” personales, él identificó un mecanismo jerárquico mediante el cual aquellos deseos se han racionalizado dentro de la sociedad. Antiguamente la emulación social tendía a establecer un límite superior: los carniceros, los cerveceros y panaderos se comparaban con otros carniceros, cerveceros y panaderos, no con princesas y reyes. Pero en un Estados Unidos que se modernizaba rápidamente y donde la riqueza se había vuelto la “base convencional de la reputación social”, Veblen vio que era el millonario quien determinaba “cuál era el esquema de Vida que la comunidad debía aceptar como decente u honorífica”.

Así es como comienza la carrera de ratas. La competencia por las siempre cambiantes trampas de la respetabilidad socioeconómica implica una lucha sin cesar, una que ha probado ser un motor poderoso de crecimiento económico sacando a muchos países de la pobreza y los niveles de subsistencia. Esta competencia también requiere que los individuos se suscriban a un modelo de vida y sistema de valores que ellos podrían no haber escogido. Incluso bajo condiciones de afluencia se acepta, así sin más, que los beneficios marginales ganados con el rápido crecimiento económico justifican la moral y las demandas psíquicas que el proceso impone a los individuos. A pesar de esto, Veblen y la amplia tradición filosófica a la que pertenece plantean preguntas sobre los mencionados presupuestos.

Sin embargo, desde la introducción de la contabilidad nacional en tiempos de la Segunda Guerra Mundial, la producción agregada de un país ha servido para medir no solo el desarrollo económico, sino también el progreso moral. En Stubborn Attachments: A Vision for a Society of Free, Prosperous, and Responsible Individuals, el economista de la George Mason University, Tyler Cowen, defiende este marco ético implícito en las bases de la filosofía moral. Dado que el crecimiento económico “disminuye la miseria, mejora la felicidad y la oportunidad, y prolonga la vida”, él cree que nos debemos a nosotros y a las futuras generaciones poner “la producción al centro de nuestra teoría moral”.

Cowen se apresura en añadir que por “crecimiento” él se refiere a la acumulación de “Wealth Plus”, indicador que incluye no solo “las mediciones tradicionales de valor económico encontradas en las estadísticas del PIB”, sino también “mediciones del tiempo libre, la producción doméstica (actividades valiosas que se desempeñan en el hogar de forma gratuita, ya sea remendando calcetines o usando Facebook), y la calidad del medioambiente”. Sin embargo, su foco está dirigido claramente hacia la riqueza material. En una aparente respuesta a Adam Smith, quien vio a los “adornos” (bienes de lujo) “más como juguetes de niños que como actividades serias de los hombres”, Cowen afirma que el “esplendor del mundo moderno no son solo adornos frívolos; son fuentes importantes de comodidad y bienestar humano”. En este cálculo moral se encuentra, por supuesto, extraviado el hecho de que muchos de nuestros adornos son asequibles a costa de los trabajadores de las fábricas maquiladoras en el extranjero y de un precariado mal pagado en el país.

Es más, desde los años setenta la desigualdad, según la mayoría de las mediciones, ha aumentado sustancialmente al tiempo que el ascenso social ha declinado en los Estados Unidos. Estas tendencias arrojan dudas respecto de la afirmación de Cowen de que el crecimiento a largo plazo siempre “confiere enormes beneficios al ciudadano común y corriente, incluyendo su habilidad para educarse y entretenerse y escoger un rumbo de vida por sobre otros”. Fácilmente uno puede imaginar un escenario en donde la mayoría de las ganancias provenientes del crecimiento derivan de una delgada cohorte que está empoderada para perpetuar indefinidamente aquellas condiciones de distribución por medio de la ardua influencia sobre la política pública. De hecho, uno no tiene que imaginarse nada, así es Estados Unidos hoy en día. Desde 1980, el 10 por ciento de los hogares con más altos ingresos del país no solo han capturado todas las ganancias proveniente del crecimiento, sino que también han extraído una participación adicional del total del ingreso proveniente del 90 por ciento más bajo.

No existe ningún mecanismo que revierta estas tendencias dentro del propio proceso de crecimiento. Lo que está en cuestión, por tanto, no es si el “crecimiento” es deseable, sino si se desarrolla en un contexto que sirva al bien común. Para dejarlo bien en claro, pocos desearían volver a una era previa a las vacunas, al suministro de agua y el internet; y un crecimiento ampliamente compartido se asocia con una gran variedad de bienes sociales como el aumento de la tolerancia a los inmigrantes y la generosidad hacia los pobres (y sí, mejores adornos también). Pero como veremos, no es concluyente que maximizar el ritmo de crecimiento deba siempre invalidar las preocupaciones éticas y sociales que están en disputa.

El propósito de Cowen es defender un “compromiso más fuerte, más dedicado y sin duda más obstinado con la prosperidad y la libertad”. Él admite, desde un comienzo, que estará defendiendo una forma de “absolutismo moral”, que se valore una “ética de trabajo fuerte”, sin embargo, también afirma que su enfoque aprecia el “pluralismo” y que “ningún valor es una carta de triunfo que esté por encima de los otros valores en todos los casos”. Nos quiere convencer que maximizar el ritmo de crecimiento es totalmente compatible con un compromiso con todas (o la mayoría de) las concepciones de lo bueno. Sin embargo, uno no escribe filosofía moral sin pasar de contrabando sus propios prejuicios, y en el caso de Cowen, la utilidad y la libertad triunfan sobre la igualdad. Como muchos economistas, él es un utilitarista comprometido (a pesar que se describe a sí mismo como “dos tercios utilitarista”, pues deja espacio para la “moralidad del sentido común”), y sostiene que “si una senda de crecimiento es consistentemente mayor que la otra a lo largo del tiempo, debemos preferirla”.

Respecto al problema urgente del cambio climático, esta perspectiva de largo plazo1 podría servir como correctivo al modelo económico estándar, como el que plantea el reciente ganador del Premio Nobel de Economía William Nordhaus, que descuenta el valor actual del consumo futuro (y por extensión, futuras generaciones de seres humanos) para calcular el precio de las emisiones de carbono. Al subestimar potencialmente los costos futuros del cambio climático, este enfoque se presta para una peligrosa complacencia. Sin embargo, al ser formulada en términos vagos, la recomendación de Cowen no es decisiva ya que su argumento no deja en claro si es mejor seguir políticas climáticas efectivas pero “ineficientes” a expensas del crecimiento en el presente, o salir del problema en el futuro. Las personas razonables pueden, y lo hacen, estar en desacuerdo con la pregunta en sí misma.

Por su parte, Cowen también nos propone “inducir un mayor ritmo de innovación tecnológica” en todos los ámbitos. Pero su argumento a favor de la innovación es unilateral. Nos pide que consideremos un escenario en donde la civilización humana es destruida porque no ha producido el suficiente crecimiento que le permita desarrollar los medios para evitar un asteroide. Por el contrario, él no supone que las tecnologías creadas por el crecimiento continuo podrían destruirnos. En tiempos en que la proliferación nuclear se acelera, la inteligencia artificial no tiene regulación, Facebook facilita el genocidio y existen nuevos avances para la extracción de combustibles fósiles, esta es una omisión flagrante.

En ocasiones la fe que Cowen tiene en el crecimiento roza en el fundamentalismo, como cuando promete que este resolverá no solo los dilemas políticos y sociales relacionados con carencias materiales, sino incluso morales. Una vez que hemos reservado un lugar para los “derechos humanos” básicos y aplicado “una regla para ‘maximizar el ritmo de crecimiento económico sustentable’”, sostiene, “gran parte del remanente de moralidad será de naturaleza práctica, propensa a excepciones, dependiente del contexto, y no ejercerá mucha tiranía sobre nuestras vidas”. Sin embargo, más allá de una mención rápida a “los derechos de las mujeres, la libertad de elección, la lucha contra la pobreza”, Cowen no ofrece ningún ejemplo en concreto de las disputas morales que él espera que eventualmente resuelva el crecimiento. Hay quienes creen que el aborto es un “crimen”, y hay otros que ven la prohibición del aborto como una forma moral de “tiranía sobre nuestras vidas”. El progreso económico en sí mismo no resolverá esta disputa, tampoco ninguna otra que se base en torno a valores éticos que no se puedan medir.

Si un gobierno adoptara el decreto de Cowen de “no adorar a otros dioses salvo el Crecimiento y los Derechos Humanos”, es difícil ver qué papel tendría que desempeñar la democracia en los asuntos económicos. Él nos asegura que su máxima del crecimiento simplemente significa perseguir “resultados con una preponderancia de beneficios por sobre los costos”. Sin embargo, en otra notable omisión él no especifica quién conduciría estos análisis de costo-beneficio. Y tal como lo dejó en claro el “debate” de 2017 sobre el recorte en los impuestos, no se puede confiar en expertos que no son imparciales para que encuentren caminos medios incluso en cuestiones de macroeconomía. Eso deja solo a los tecnócratas – o quizás incluso a un algoritmo – para que determinen qué nivel o modo de crecimiento califica como “sustentable” y administren las políticas económicas que se requieran.

Si bien Stubborn Attachment es presentado como un trabajo de filosofía política y moral, tiende a resaltar temáticas que por mucho tiempo ya han preocupado a otros pensadores dentro de la tradición. Desde la Ilustración los pensadores han estado debatiendo sobre cómo organizar de mejor manera las sociedades en las que normalmente los individuos libres poseen distintas concepciones respecto del bien. Pocos han dudado de que exista un acuerdo sin concesiones – entre libertad y seguridad o igualdad; fines colectivos e individuales; trabajo y ocio – o sin limitaciones inherentes respecto a lo que estas pueden ofrecer.

Cowen nos quiere hace creer que el crecimiento rápido es una “comida gratuita”, comparable a las “plantas crusonias2” en la novela de 1719 de Daniel Defoe, Robinson Crusoe (la referencia, en términos económicos, proviene del economista del siglo veinte Frank Knight). “Cosechando fruta sin hacer nada”, observa Cowen, las plantas no requieren de “ningún trabajo o esfuerzo por parte de Crusoe ni nadie más”. Sin embargo, esta es una alusión peligrosa a la que recurre Cowen. La única razón por la que las frutas crusonias son abundantes es porque Crusoe está solo en la isla. Por esta razón es que los primeros pensadores como Jean-Jacques Rousseau usaron la novela de Defoe como un modelo para contemplar al “hombre en la naturaleza”, en un estado teórico prelapsario, anterior al surgimiento de una sociedad civil. Justicia, moralidad, virtud, vicio y políticas no significan nada para una persona en esas condiciones, y son materializadas solo después que él o ella se relacionan con otros – o sea, con la sociedad. Si la isla de Crusoe estuviera poblada por miles de otros náufragos, las comidas gratuitas se convertirían en bienes en disputa, por lo que se requeriría de un contrato social para establecer derechos de propiedad y poder administrar así la producción y distribución de la fruta.

Cowen ni siquiera ofrece una respuesta que sea persuasiva frente a la crítica común que se le hace al utilitarismo: que maximizar la suma total de felicidad no es lo mismo que maximizar la felicidad de los individuos y que la “felicidad” en sí misma es un concepto que reduce elementos que son incalculables e incompatibles. Como con cualquier sistema construido en torno a un único principio maximizador, el marco normativo de Cowen obliga a cada participante a priorizar su propia eficiencia productiva por sobre cualquier otro valor competitivo. Es esta determinación de la prerrogativa de crecimiento lo que llevó al economista de principios del siglo veinte Arthur Pigou a preocuparse porque los “esfuerzos dedicados a la producción de personas que son buenos instrumentos [económicos] puede implicar una fracaso en producir personas que sean virtuosas”. Un sistema de educación orientado hacia las necesidades de producción, una vida dedicada a la fábrica o la oficina (o a la bandeja de entrada del correo cuando se está en casa), no son ingredientes para producir ciudadanos comprometidos, padres o madres preocupados, etcétera.

Yendo un paso más allá, Émile Durkheim, contemporáneo a Veblen, vio en el progreso colectivo la posibilidad de expandir el sufrimiento (anomia) al nivel del individuo. Ya que las expectativas materiales y sociales surgen de manera natural en respuesta a los recursos incrementados, Durkheim sostuvo que en ausencia de las restricciones sociales y morales alguna vez impuestas por la religión formal, gremios artesanales y otras instituciones, los deseos de cada uno superarían constantemente los propios medios. Con buenos empleos, vecindarios deseados y buenas escuelas en constante flujo, él predijo que la mayoría de las personas empezarían a asumir que “es la naturaleza humana estar constantemente descontentos y seguir avanzando sin una pausa ni descanso hacia una meta indeterminada”. A diferencia de Cowen, que está convencido que el arco moral del crecimiento económico se inclina hacia la justicia, Durkheim pensó que se debería prestar más atención al “daño moral que se produce por el aumento de la riqueza”.

Dado que los fines de Cowen se sostienen perpetuamente en el futuro, es mucho más fácil para él descartar los costos a corto plazo que genera el desarrollo rápido. Incluso aún si uno acepta aquellas compensaciones, su argumento sigue sin dar cuenta de las limitaciones inherentes del crecimiento impulsado por el mercado. Tal como lo demostró Fred Hirsch en su clásico tratado de 1976, Social Limits to Growth, la productividad siempre creciente nunca satisfará las necesidades individuales porque en una economía de pos subsistencia tales necesidades están determinadas socialmente y sujetas a la escasez social, más que material.

Este argumento de Hirsch no pasaría desapercibido entre los padres adinerados que decidieron sobornar a universidades prestigiosas para que aceptaran a sus hijos mediocres. Siempre que un título universitario sirva como credencial profesional que permita asegurar un “buen empleo”, estará sujeto a la ley de hierro de la oferta y demanda. Debido a que más graduados universitarios generan empleadores más selectivos, Hirsch anticipaba que los trabajos que alguna vez requirieron de un diploma de escuela secundaria de pronto requirieran una licenciatura de bachillerato; esas compañías serían más estrictas en cuanto a sus requisitos y seleccionarían a titulados con maestría y de las mejores instituciones. Esto es precisamente lo que ha sucedido.

Al igual que Veblen y Durkheim, Hirsch concluyó que la mayoría de las personas no tienen otras alternativas más que seguir el juego porque los costos de la competencia “posicional” se externalizan. Mientras más personas estén comprando sus automóviles o enviando a sus hijos a exclusivas escuelas privadas, menor es la demanda sobre los políticos para que financien transporte y educación pública. A medida que los bienes públicos se erosionan, aún más dueños de casa se ven forzados a trabajar por los nuevos bienes privados solo para mantener un estándar de vida básico. La prerrogativa de crecimiento de Cowen no ofrece una salida a este dilema, porque es precisamente ese insaciable apetito el que impulsa la máquina del crecimiento en primer lugar.

Por último, está el asunto del trabajo y el ocio. En The Joyless Economy (publicado el mismo año que el libro de Hirsch), el economista Tibor Scitovsky concluye que los dueños de casa que viven bajo el apetito del crecimiento privilegiarán la adquisición de “comodidades” materiales inmediatas por sobre el dominio de “habilidades para la vida” que son intrínsecamente valiosas. Estas comodidades, observa Scitovsky, solo ofrecen estimulación pasajera, por lo que se requiere de un salario constante para mantenerlas. La alternativa, en cambio – perfeccionar un talento por sí mismo – generalmente requiere de tiempo que uno no tiene producto de las limitaciones temporales del mercado laboral moderno. El imperativo del crecimiento excluye así una de las vías más prometedoras para el florecimiento humano: el cultivo de un talento del que se pueda derivar un sentido intrínseco de propósito sin importar lo que pase.

Y sin embargo, a pesar de que Cowen suele tener razón al mencionar el ocio, su marco normativo no permite la maximización de actividades que se realizan por su propio bien. Él cataloga el tiempo de ocio como un factor de Wealth Plus, pero no ofrece ningún principio ético para determinar cómo se deben ordenar los componentes individuales de ese concepto. A lo sumo, uno podría concluir que el indicador Wealth Plus puede incrementarse si se maximiza el ocio al dirigir todas las ganancias de la productividad marginal derivadas del crecimiento hacia las horas de trabajo reducidas indefinidamente. ¿Beneficiaría acaso la búsqueda generalizada de una actividad autoseleccionada bajo condiciones de abundante ocio a las generaciones futuras? No podemos saberlo. Ofrecería, sin dudas, una oportunidad para “cultivar la razón humana”, lo que Cowen identifica como la clave del crecimiento. Pero esto también requeriría de una revolución en las actitudes sociales con respecto al trabajo, el “aprovechamiento gratuito”3 y la propia “contribución a la sociedad”, como también una expansión significativa en la provisión pública de salud y otros servicios, y una reducción del poder de los empleadores frente al trabajo.

En cualquier caso, Cowen rechazaría la premisa. Nuestro deber moral, diría, es maximizar la tasa de crecimiento económico a perpetuidad por sobre el largo plazo; y la mejor manera de hacerlo es trabajar sin descanso. Al pedirnos que ignoremos los efectos de los objetivos utilitarios por sobre la integridad del individuo, él ha sintetizado a la perfección la ética de la era actual. Ya que los mercados siempre están en lo correcto, los individuos y los intereses colectivos siempre están reconciliados. La buena vida, por tanto, está definida implícitamente por la competencia sin fin en la búsqueda de deseos insaciables; la felicidad deberá buscarse fuera del yo, pues muchos no tendrán tiempo de cultivarla en su interior.

Irónicamente, Cowen reconoce los costos psíquicos del régimen prevaleciente: “Por muy perturbadas psicológicamente que puedan parecer nuestras sociedades ricas y modernas, la pobreza no es la solución a esos problemas; de hecho los empeora”. Pero, por supuesto, la pobreza no es siquiera la única alternativa al modelo de Cowen. Otras opciones incluyen los “enfoques de capacidades” de Amartya Sen y Martha Nussbaum, los cuales subordinan el objetivo utilitario de la producción agregada al objetivo kanteano de garantizar “libertades sustantivas” para que cada individuo “lleve a cabo el proyecto de vida que considere valioso para sí”. De manera similar, el economista progresista Gene Sperling esbozó recientemente un modelo de crecimiento sustentado en la “dignidad económica”4, derivado a partir de medidas como “atención médica, oportunidad universitaria, segundas oportunidades, viviendas costeables, calidad medioambiental y participación de trabajadores”. Y si vamos más lejos, el revolucionario último libro del filósofo Martin Hägglund, This Life: Secular Faith and Spiritual Freedom, ofrece una visión de socialismo democrático en donde el tiempo libre es la máxima social y económica por excelencia.

La posibilidad de trabajar menos – y premiar el desarrollo personal por sobre el consumo – representa un compromiso jovial en un mundo que aún necesita tanto del crecimiento (en energía verde, medicina y otros sectores) como de mejores métodos para administrar los efectos de cambio en el individuo aquí y ahora. En la medida en que hay riqueza en el tiempo libre, hay suficiente para todos. La clase ociosa aguarda.

1 Deep time, en el original. Este término hace referencia al tiempo geológico en donde plantas, animales y virus emergieron, evolucionaron y murieron. En economía se utiliza para considerar los costos ambientales a largo plazo.

2 Donald Dewey hace mención al término para referirse a una planta mítica que crece y se reproduce en forma análoga al capital (un hecho de la vida que no necesita de explicación).

3 Free riding (free rider), problemática que se presenta cuando en un grupo de personas que trabajan por un bien común, alguno o algunos de los individuos obtienen los mismos beneficios que el resto sin necesariamente haber hecho el mismo esfuerzo.

4 https://democracyjournal.org/magazine/52/economic-dignity/

*Escrito por Stuart Whatley / Traducido por Francisco Larrabe (integrante de Equipo Editorial de Revista Heterodoxia

Publicado en diciembre 10, 2019 en democracyjournal.org |

https://democracyjournal.org/magazine/55/is-growth-moral/

Comentar

Your email address will not be published.

Relacionado