1.- Universidades y el nuevo escenario
El paquete de políticas, discursos, promesas, inversiones, informes y una larga lista de etcéteras respecto a la relación entre universidad y economía es una de las mayores fuerzas, ideológicas y económicas, de las últimas décadas en el mundo. Basta con echar una mirada en las políticas y programas de Ministerios de Educación de todo el mundo o de entidades internacionales como UNESCO, OCDE o el BID para identificar, en términos gruesos, cuales son los ejes de esta aparente agenda virtuosa entre las universidades y el crecimiento económico, el desarrollo tecnológico o el combate a la desigualdad. En ellos podemos encontrar una específica noción de ciencia y tecnología junto a unos supuestos económicos como la relación entre formación profesional y productividad (Innovación y crecimiento) o ingresos y formación profesional (movilidad social).
Para poder entender estos cambios en la educación superior, en Chile y en el mundo, es preciso abordar la coyuntura general de transformación entre la década del 70 y 80 del siglo XX. Durante estos años ocurren una serie de desplazamientos en economía, política, cultura y también en la ciencia y su institución por excelencia, las universidades. Para la universidad este desplazamiento significó una centralidad en dos grandes ejes para enfrentar los problemas de estancamiento productivos de la época. El primero fue sostener a través de las teorías de capital humano que la formación y especialización profesional aumentaría la productividad de los trabajadores/as y el segundo consistió en promover un programa de transformación de hallazgos científicos en tecnologías altamente productivas o de alto valor financiero en un corto tiempo. Junto a estos ejes se fueron elaborando supuestos de impactos positivos en los salarios y por ende en la disminución de la desigualdad junto con desarrollo de tecnologías científicamente respaldadas que mejoraran el crecimiento económico de los países y el bienestar general de la población desde el poder del conocimiento.
Esta gran empresa de cambio en el rol de las universidades en las sociedades cambió la agenda democratizadora de estudiantes y académicos/as de la educación terciaria por la masificación de la misma, un crecimiento y mejora de las condiciones laborales de académicos/as por un crecimiento administrativo de control de diversas funciones de gestión de productos y un financiamiento sostenido de la investigación científica “básica y aplicada” por un financiamiento de productos principalmente tecnológicos o posibles de valorizar financieramente.
Todo esto suena mucho a neoliberalismo, pero poco tiene que ver con ello. Como toda etiqueta si es excesivamente utilizada se desdibuja y pierde capacidad explicativa haciendo de este concepto, neoliberalismo, en la actualidad más un insulto que la descripción de algo. Por este motivo, parece más pertinente explicar los procesos específicos que caer rápidamente en determinar esto como neoliberal.
Solo una rápida mirada a las concepciones de ciencia y tecnología que están detrás de estos procesos nos lleva a figuras como Francis Bacon, con su filosofía de los trabajos, o a Auguste Comte con su fórmula de “Saber es poder” muy presente en las actuales consignas respecto al conocimiento y sus múltiples valores. Es difícil determinar de forma pura las matrices conceptuales de estos procesos, sin embargo, algunos elementos son más o menos evidente o por lo menos fructíferos para que la izquierda reflexione y obtenga las mejores conclusiones para eventuales programas políticos y políticas públicas. Estos son (1) el rol de la educación terciaria en la mejora de la distribución y (2) el impacto de las universidades en el desarrollo tecnológico.
2.- ¿La educación mejora la distribución?
Está instalado en las políticas internacionales como en los discursos de las personas que la educación es una vía para combatir la desigualdad, principalmente, salarial. No obstante, la literatura no tiene tan clara esta relación. Incluso los más optimistas, como Checchi (2001), ponen ciertas condiciones para que la educación tenga algún efecto en la mejora de las condiciones de vida. Checchi (2001) sostiene que el mayor acceso a la educación reduce la desigualdad de ingresos solo si se cumplen dos condiciones. Primero, el nivel inicial de logro educativo debe ser lo suficientemente bajo; segundo, el logro educativo promedio debe aumentarse con la suficiente rapidez. A pesar de estas condiciones Checchi (2001) establece el “mainstream” respecto a la relación entre educación y desigualdad ya que para él cuando más y más personas educadas comienzan a ingresar al mercado laboral, la velocidad de la innovación tecnológica aumenta, seguido por la creación de empleos más calificados. Más personas ganan salarios más altos y, como consecuencia, la desigualdad de ingresos comienza a disminuir. El aumento en la productividad de estos trabajadores se refleja en su remuneración, lo que induce una reversión de la tendencia en la desigualdad del ingreso (Checchi, 2001:45).
Ante estos supuestos, para el tema específico de distribución, el economista chileno José Gabriel Palma, en el marco de la construcción de lo que ahora es conocido como el “indicé Palma”, dio con un interesante resultado respecto a rol de la educación y su eventual impacto en la distribución. Sus resultados los resume en establecer que donde hay homogeneidad educativa (ricos y pobres) hay heterogeneidad distributiva. Donde hay heterogeneidad educativa (sectores medios escolarizados en sectores medios y terciarios) hay homogeneidad distributiva (Palma, 2016). Palma lo sostiene así:
“De acuerdo con este enfoque [de organismos internacionales], la educación, tanto en términos de igualdad de oportunidades como de excelencia en general, no es solo una de las muchas variables en la determinación de la desigualdad del ingreso, sino la crucial. Sin embargo, en todas las regiones del mundo (desarrolladas y en desarrollo, latinoamericanas y no latinoamericanas), el decil superior de ingresos está compuesto por individuos con niveles relativamente altos de educación, mientras que los que están en los cuatro deciles inferiores tienen relativamente poca escolaridad, o (en los países más avanzados) escolaridad de una calidad muy dudosa. Entonces, ¿por qué estos dos relativamente grupos homogéneamente “educados” (uno homogéneamente “altamente educado”, el otro homogéneamente “poco educado”) tienen la mayor diversidad distributiva en los países? A su vez, si la mayor parte de la diversidad educativa del mundo (tanto en términos de cantidad como de calidad) se encuentra entre la mitad de la población entre D5 y D9, en términos de la proporción de la población con educación secundaria y (especialmente) terciaria, ¿por qué se encuentra una similitud extraordinaria entre los países en las proporciones del ingreso nacional asignadas por este grupo educativo altamente diverso?” (2016: 20)
Este hallazgo, puesto en valor por Palma, viene a poner en duda las políticas que han levantado a la educación como el principal factor para mejorar la distribución. Por este motivo, tanto por razones científicas como políticas, la izquierda debe promover una investigación en profundidad que permita posicionar correctamente el eventual impacto de la educación en las políticas distributivas, o al menos, sacudirse del consenso y proponer nuevos diseños distributivos que consideren a la educación en su “justa” medida.
3.- ¿La educación puede mejorar la productividad?
En 2010, la OCDE dictaminaba para Chile:
“La política de Educación y la formación de capital humano, son los más importantes cuellos de botella para el crecimiento de la productividad en Chile. La disponibilidad de una de mano de obra cualificada influye en la capacidad de las empresas para adopten nuevas tecnologías e innovaciones organizativas o de comercialización” (OCDE, 2010: 69)
Lo que estos organismos como la OCDE no cuentan es que la relación entre capital humano y productividad no es tan evidente como se presenta. La teoría del capital humano ha sido refutada por fenómenos económicos que no es capaz de contener como teoría. Son principalmente (1) aquellos hechos empíricos que establecen que los puestos de trabajo no siempre se corresponden con el nivel educativo de los trabajadores/as, (2) que el crecimiento del nivel de cualificación de la población no siempre ha supuesto un crecimiento económico y (3), como vimos antes, la expansión educativa no ha contribuido, necesariamente, a redistribuir las rentas de las personas.
En este contexto, de dificultades explicativas, emerge la Teoría de la selección (Berg, 1970). Esta teoría sostiene que la educación es principalmente un mecanismo de selección que tiene el empleador a través de la información que otorga un título educativo pero que, por lo mismo, no está directamente vinculado a que esa persona sea más o menos productiva. No hay información para determinar aquello por ende su salario se basa en una especulación a través de los títulos, pero no tienen un sustento real. Sin embargo, esta teoría también presenta una serie dificultades explicativas.
Junto con estos problemas de la relación Educación= Productividad, la tecnología, de acuerdo a Gordon (2012), también está un complejo proceso de estancamiento. Para Gordon (2012), quien hace un estudio histórico de la productividad en EE. UU, existe un siglo de crecimiento productivo entre 1870 a 1970 y que tras este los aumentos productivos han sido menores o derechamente no significativos. De aquí extrae una tesis polémica respecto a una suerte de “techo” tecnológico. Si bien Gordon (2012) considera la educación un factor que impacta en la tecnología, también señala que esta mejora de la educación debe ir acompaña de un diseño redistributivo a la alemana, a través de un rediseño de la relación entre Estado, empresa y educación, con sistema de formación no necesariamente dentro de las universidades sino en los propios puestos de trabajo. Cuestión que se desvincula del aparente nuevo rol central de las universidades en un mundo donde el conocimiento, en teoría, es el centro de todo.
4.- Reflexiones finales
Como se ha intentado presentar, la agenda: Universidad + Capital Humano + Productividad = Desarrollo, tiene más fisuras de la que gobiernos, fuerzas políticas u organismos internacionales son capaces de confesar o reconocer. ¿Esto quiere decir que la izquierda debe abandonar la democratización de las universidades? Claro que no. Solo es preciso advertir que un programa político contra desigualdad no puede basarse solamente en una serie de políticas de acceso-egreso de las universidades ya que no existen resultados concluyentes de que la educación tenga un impacto importante en la distribución. Junto con ellos no debemos olvidar que si se postulan cambios en la matriz productiva para el crecimiento económico es necesario tomar en cuenta que eso exige un diseño mucho complicado que confiar todo al “capital humano avanzado” o al eventual descubrimiento o uso de una tecnología. Este es un problema, si se quiere, estructural que necesita, precisamente, una universidad liberada de la producción de tecnología y enfocada en lo único que puede proveer un cambio productivo: la investigación científica movida por la curiosidad y no por un fin utilitario.